
Carolina Chávez Rodríguez
Hablar de la talavera es hablar de historia, mestizaje y resistencia cultural. Aunque muchos la asocian con Puebla, sus raíces se hunden en la historia de la loza vidriada que viajó de Oriente a Europa antes de llegar a la Nueva España.
Su origen se remonta al siglo XVI, cuando los alfareros españoles introdujeron en México la técnica de la mayólica, un tipo de loza esmaltada que había florecido en Talavera de la Reina. La mezcla de tradiciones europeas, árabes e indígenas dio lugar a una estética única, esos colores profundos, trazos precisos y motivos simbólicos que reflejan tanto el espíritu novohispano como la herencia local.
A finales del siglo XVI, Puebla se convirtió en el epicentro de su producción. Los maestros alfareros perfeccionaron la técnica, combinando la arcilla blanca y negra de la región para crear piezas de una resistencia y belleza extraordinarias. Con el auge de la talavera, el gobierno virreinal fundó el gremio de loceros, que regulaba su calidad y su autenticidad, garantizando el prestigio de esta cerámica.

El método de producción se ha mantenido prácticamente intacto; las piezas se moldean a mano, se cuecen en hornos a altas temperaturas y se decoran con el característico azul cobalto, símbolo de pureza y eternidad que tanto nos encanta. A lo largo de los siglos, la talavera pasó de las cocinas y los templos a las fachadas coloniales, transformándose en arte arquitectónico.
En 1995 obtuvo la denominación de origen y, en 2019, fue reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Hoy, la talavera sigue habitando las casas, los altares y los muros del país, recordándonos que la belleza artesanal también puede ser un acto de fe en la permanencia, y bueno, una hermosa consecuencia del mestizaje.