Foto: Josh Telles.

Carolina Chávez Rodríguez

La casa de David Lynch nunca fue un lugar convencional. A primera vista es una pieza de modernismo californiano con ecos brutalistas y una geometría particular. Sin embargo, bajo esa primera capa yace algo más profundo. Un espacio que moldeó una de las mentes más enigmáticas del cine contemporáneo.

El proyecto original pertenece a Lloyd Wright, hijo de Frank Lloyd Wright. Una genealogía arquitectónica que explica la obsesión por la forma precisa y la convivencia entre materiales honestos y superficies que se abren hacia la naturaleza. Lynch compró la vivienda en 1987 y, fiel a su culto por las obsesiones largas, la convirtió en un complejo de siete estructuras conectadas por pasajes, niveles y jardines. Para mantener esa coherencia silenciosa llamó a Eric Lloyd Wright, nieto del fundador del movimiento orgánico, quien diseñó la piscina y su casa anexa. Tres generaciones de la misma visión sosteniendo el mundo privado del cineasta.

El exterior revela patrones zigzagueantes y volúmenes en tonos rosados que recuerdan atmósferas de su filmografía. No es una cita literal, la luz entra a través de ventanales amplios y claraboyas afiladas que proyectan sombras móviles, ese recurso que Lynch supo convertir en lenguaje. La casa se relaciona con los árboles y la topografía de Hollywood Hills como si fuera otra criatura del paisaje.

Marc Silver.
Marc Silver.

La vivienda principal alberga diez dormitorios y once baños, pero reducirla a cifras es perder el punto. El interés está en cómo la vida íntima del director se fusiona con su producción artística. El estudio de cine cuenta con una sala de proyección y una sala de edición donde se trabajaron escenas decisivas de Mulholland Drive. Ese espacio no fue una oficina, fue un laboratorio mental donde los días se disolvían en experimentos narrativos y obsesiones visuales.

A unos pasos se levanta un pequeño refugio de yeso gris destinado a la meditación. Lynch, devoto de la introspección profunda, buscó allí la calma necesaria para que sus ideas tomaran forma sin ruido. El complejo también incluye una casa de huéspedes, talleres improvisados y áreas donde él mismo diseñó luminarias, muebles y soluciones de trabajo. No por estética, sino por necesidad. La lógica del artesano que se mueve por intuición.

Un amigo del director describió la propiedad como un laberinto. No es casual. Los recorridos no son lineales y las transiciones entre edificios producen una extraña dislocación, el tipo de desplazamiento espacial tan presente en su universo narrativo. No sorprende que la casa haya aparecido en pantalla en Lost Highway, transformándose en un personaje más dentro de aquel film de sombras y disonancias.

Hoy la residencia se encuentra a la venta con un precio que ronda los quince millones de dólares. Sin embargo, su valor real no se mide en cifras sino en huellas. Esta casa acompañó al director durante casi cuarenta años. Fue testigo de su práctica artística en pintura, fotografía, música y cine. Y es, en muchos sentidos, la clave para entender su obra. Lynch siempre sostuvo que el espacio donde vivimos puede transformar nuestro pensamiento. Aquí, ese principio fue llevado al extremo.

La propiedad es un archivo vivo donde arquitectura y creación se contaminan. Un lugar donde las paredes escucharon ideas embrionarias que luego se volvieron mitología cinematográfica. Una casa que, al final, encierra la misma cualidad de sus películas. Una extraña belleza que invita a entrar, pero nunca termina de explicarse.

Foto: Janus Films.

TE RECOMENDAMOS