
Por Kurt Soller
Fotografía por Chris Mottalini
Existe una creencia común entre las y los escritores que sostiene que es necesario tener el escritorio ordenado, la oficina impecable, la casa entera reluciente antes de sentarse por fin a llenar las páginas en blanco frente a ellos. Es difícil evitar pensar en esos hábitos —la manifestación física de la rutina y la disciplina— cuando se visita la casa perfectamente preservada de la escritora francoestadounidense Anaïs Nin, quien murió en Los Ángeles en 1977 a los 73 años. Oculta entre pinos con vista a la presa de Silver Lake, Nin imaginó allí un refugio bajo, de una sola planta, al que llamaba su “gran estudio, sin divisiones ni espacios separados”. Esta descripción apareció en la primera edición de su diario (publicado por primera vez en 1966), que comenzó a escribir a los 11 años, cuando era una niña que viajaba de los suburbios parisinos de Neuilly-sur-Seine rumbo a Estados Unidos, y que continuó hasta su muerte. Hoy existen 18 volúmenes —con uno final aún inédito— que conforman una obra que también incluye ensayos francos, feministas, sexualmente explícitos y con frecuencia censurados sobre sus numerosos amantes; crítica literaria (el inglés D. H. Lawrence era su favorito), y obras de ficción tan queridas como La casa del incesto (1936) y Delta de Venus (1977), muchas de las cuales publicó ella misma.

Es fácil entender por qué esta casa, terminada en 1962, fue el lugar donde creó gran parte de su obra: casi no hay distracciones, ni visuales ni de otro tipo. Accediendo a ella hacia el final de un largo camino privado que parte de una carretera empinada y sinuosa, parece un pabellón completamente revestido de una exquisita madera oscura de abeto de Douglas. En el interior, los 120 metros cuadrados originales incorporan abundante madera contrachapada cepillada con alambre en forma de tablones estriados y muebles empotrados, junto con otros dos materiales: bloques de concreto y hoja de vidrio. En un costado de la casa, enormes ventanales ofrecen vistas hacia un jardín de rocas, una pequeña alberca, matorrales agrestes sobre el acantilado y, a lo lejos, la ciudad. Además de la angosta cocina, hay pocas habitaciones bien definidas: la sala se conecta con un espacio para dormir separado solo por una partición de madera plegable, del piso al techo, que solía permanecer abierta; Nin no tuvo hijos y prefería que sus visitas no se quedaran a dormir. Junto al dormitorio se encuentra su pequeño estudio privado, de unos nueve metros cuadrados, en la esquina trasera del edificio.

El escaso mobiliario —un escritorio flotante empotrado, un sofá largo y bajo, un par de sillas bajas y un otomán, los muebles de cocina— llena las compactas habitaciones de 3.3 metros de alto. Su tono marrón púrpura complementa la alfombra malva y los ladrillos de concreto rosado-grisáceo crean una paleta distintiva e improbable que te hace sentir como si una estuvieras hibernando dentro de una geoda polvorienta y agrietada —o mejor aún, en el espíritu de Nin, un útero—. Esa sensación de estar envuelto solo lo interrumpen algunas estatuillas, objetos y libros que recopiló durante sus viajes por América, Europa y Asia; cuadros y cartas que le obsequiaron amantes y amigos artistas como Henry Miller, Jean Varda y Eyvind Earle, y el atrevido turquesa de la tapicería, así como el teléfono rotatorio y la máquina de escribir color verde azulado que aún habitan el rincón de escritura de Nin, y que evocan los paisajes azules de su país adoptivo. “Tenía la sensación de espacio de las casas japonesas… Todo cielo, montañas, lago, como si viviera al aire libre”, escribió Nin en su diario sobre su hogar. “Sin embargo, el techo, sostenido por sus pesadas vigas, daba una sensación de protección”.

Si la casa de Nin fue concebida para una artista específica, se necesitaron algunos artistas más para ejecutar su visión. Cuando se mudó, la escritora estaba casada con Rupert Pole, un músico cuyo piano de cola de ébano envejecido, herencia de su madre, todavía reclama una esquina del salón. El medio hermano de Pole era Eric Lloyd Wright, nieto de Frank Lloyd Wright e hijo del arquitecto paisajista Lloyd Wright, a quienes Eric asistió como aprendiz en proyectos como el Museo Solomon R. Guggenheim de Nueva York, terminado en 1959. Eric, fallecido en marzo de 2023, dedicó su vida a restaurar edificios de su abuelo y a forjar una carrera propia como arquitecto residencial, diseñando espacios que comparten el interés de sus antecesores por las formas geométricas, los materiales orgánicos y los paisajes naturales. Cuenta la leyenda que Nin sentía una especie de admiración por los Wright —esos “gigantes del Oeste”, como los llamó— y temía que su propia creatividad fuera absorbida por la de ellos. A pesar de ese miedo, la pareja pidió a Eric que construyera la casa porque él entendió cómo querían vivir: en el estudio de Nin, por ejemplo, el arquitecto instaló una serie de ventanas esquineras sobre su escritorio, para que ella pudiera mirar hacia el pittosporum en el pequeño jardín trasero, en lugar de las paredes, mientras escribía.

Pole, quien murió en 2006, tenía sus propios motivos para ofrecerle este refugio a Nin. Por entonces, ella viajaba con frecuencia a su casa en Nueva York, donde —sin que lo supiera la mayoría de sus amigos íntimos en la costa oeste— mantenía otra relación matrimonial con el cineasta Hugh Parker Guiler, con quien se había casado anteriormente y luego mintió sobre su divorcio. Pole confesó en una entrevista de 1984 que “en realidad construyó la casa para persuadirla de echar raíces, pero ella estaba muy en contra, decía que tenía ‘raíces portátiles’. No obstante, funcionó… Siempre esperaba con ansias regresar después de haber estado lejos”. Nin se refería al lugar como su “casa de espejos” y le fascinaba cómo la luz dorada rebotaba entre los grandes ventanales y la alberca, donde nadaba cada vez que se sentía estancada.

Pasó la mayor parte de la última etapa de su vida en Silver Lake. Cuatro años después de su muerte, Pole y su nueva pareja, Kazuko Sugisaki, le encargaron a Eric la construcción de una ampliación de 46 metros cuadrados —con los mismos estantes de madera contrachapada, alfombra lila y ventanas esquineras usados en el estudio adyacente— que ahora funciona como biblioteca, exhibiendo primeras ediciones de los libros de Nin junto a los de Miller y otros colegas. Desde 2007, la Residencia Nin-Pole, como la conocen aficionados tanto a la literatura como a la arquitectura, pertenece y está habitada por Devon, el hijo de Eric y su esposa Tree. Devon solía ir de niño a reuniones en la casa, y, en años recientes, habitarla ha traído de vuelta ciertos recuerdos: la resonancia acústica del edificio, por ejemplo, y el hecho de que parecía que Pole y Nin solo usaban su mesa de comedor iridiscente con azulejos lavanda (y también la cocina) cuando tenían fiestas.

Una de las primeras cosas que hizo esta nueva generación al mudarse fue gestionar que la casa fuera designada como un monumento histórico-cultural, con la intención de impedir futuras intervenciones en el diseño. Se han negado a añadir un microondas o a modernizar los electrodomésticos originales de la cocina; cuando alguna sección de la alfombra necesita reemplazo, buscan que el color coincida con precisión, y buscaron sin cesar focos LED que emiten una luz tan cálida como las bombillas incandescentes originales. Sin embargo, Devon y Tree también han dejado algunas huellas personales, como las persianas que bloquean el sol de la tarde o una terraza de madera inspirada en una casa de té japonesa —ambos recordatorios, dice Devon—, de que esta morada “sigue generando nuevas experiencias, nuevas formas de vivir”.
Y ahora ha llegado el turno de que alguien más la experimente. Durante la pandemia, a medida que estas colinas antes apacibles se llenaron de nuevos residentes, la pareja decidió mudarse a Ojai, California, pero no sin antes encontrar cuidadores que respetaran la herencia de la Nin-Pole y no la redecoraran ni la arruinaran. Deben entender que no se trata solo de una casa, sino de un santuario que nos permite asomarnos al modo de ser de una artista —o de varios artistas—. Como escribió Nin: “De no haber creado mi propio mundo, sin duda habría muerto en el de los demás”.