
Carolina Chávez Rodríguez
Si hay una mesa en la que todo tiene un propósito, es esta. El altar de muertos, también conocido como ofrenda, no es una simple composición de objetos decorativos, sino un lenguaje ritual que México ha heredado desde sus civilizaciones más antiguas. En cada vela encendida y en cada flor marchita habita una idea, la muerte no es el fin, sino un regreso; una cosmogonía profunda, filosófica y ritual, que no deja a nadie indiferente.
La costumbre de colocar altares durante los primeros días de noviembre se remonta a las culturas mesoamericanas, que concebían la vida como una parte de un ciclo mayor. El altar, por tanto, no es solo un homenaje a los que partieron, sino un mapa espiritual que guía su regreso al mundo de los vivos.
En T Magazine México, te preparamos una guía para que conozcas todos los detalles, sigue leyendo:

Los niveles de la memoria
El altar puede tener distintas estructuras, pero la más simbólica es la de siete niveles, donde cada escalón representa un tránsito del alma. Según el pensamiento mexica, los siete niveles evocan los pasos necesarios para alcanzar el Mictlán, el reino de los muertos; aunque con el paso del tiempo, esta forma se fusionó con la cosmovisión cristiana, integrando símbolos del cielo y la purificación.
Nivel 1: una imagen del santo de devoción.
Nivel 2: dedicado a las ánimas del purgatorio.
Nivel 3: un toque de sal para purificar las almas.
Nivel 4: pan para las almas que llegan de visita.
Nivel 5: los platillos favoritos del difunto.
Nivel 6: fotografías para recordarlos.
Nivel 7: una cruz hecha con semillas o frutas.
Cuando el altar tiene tres niveles, representa el cielo, la Tierra y el purgatorio. Cada plano lleva objetos específicos: en el primero, los alimentos y pertenencias personales; en el segundo, velas, incienso y fotografías; en el tercero, elementos religiosos como cruces, flores y figuras de santos y advocaciones.
Cada altar cuenta una historia única, pero existen símbolos que se repiten como parte de un lenguaje colectivo:
El agua, para calmar la sed del alma tras su largo viaje.
La sal, que preserva y purifica. (Mi abuela Hisi nos decía que con el agua y la vela, era lo más importante).
El pan de muerto, que alude al ciclo entre la vida y la muerte.
Las flores de cempasúchil, cuyo color y aroma guían el regreso de los difuntos.
El papel picado, representación del viento y del alma que se mueve entre los planos.
Las velas, pequeñas luces que orientan el camino. Súper importantes.
Las calaveritas, que resignifican la muerte como un gesto de dulzura.
Las fotografías, que devuelven un rostro a la memoria.
El copal, que limpia el espacio y ahuyenta a los espíritus errantes.
El altar también puede incluir objetos personales, como una prenda, un instrumento o un sombrero; cualquier cosa que evoque la identidad del ausente. La intención no es imitar su vida, sino recordarla desde la ternura.

El calendario del reencuentro
En muchas casas mexicanas, el altar se coloca a partir del 28 de octubre, día dedicado a quienes fallecieron en accidentes. El 29 se recuerda a las almas olvidadas; el 30 y 31, a los niños sin bautizar; el 1 de noviembre, a los santos y a los pequeños difuntos; y el 2 de noviembre, a los adultos.
Cada fecha es una puerta abierta a una memoria distinta. Incluso, en los últimos años se ha sumado el 27 de octubre para homenajear a las mascotas, como una extensión amorosa del vínculo familiar.
Niños, animales y ausencias pequeñas
Las ofrendas para niños suelen tener un tono más luminoso: dulces de alfeñique, juguetes, flores blancas, velas claras y platillos suaves. En ellas no hay solemnidad, sino ternura.
Las mascotas también tienen su altar: su fotografía, su collar, juguetes y un pequeño plato con agua o croquetas. Se dice que su espíritu, fiel hasta el final, vuelve una vez más a cuidar la casa.

Una arquitectura del recuerdo
El altar de muertos es una arquitectura emocional donde cada elemento dialoga con el tiempo. No hay casualidades, solo símbolos que han resistido siglos de sincretismo y transformación. En su conjunto, representa una reconciliación con la muerte, una pedagogía del adiós que enseña a mirar hacia lo eterno.
En México, recordar es una forma de vivir. Y el altar, más que una ofrenda, es un testimonio: la certeza de que, aunque el cuerpo se disuelva, la memoria no se apaga, no aquí.