
Por Carolina Chávez Rodríguez
Los Nimbus de Berndnaut Smilde aparecen y desaparecen en cuestión de segundos: nubes domesticadas que flotan dentro de una sala, en un museo, sobre un escenario arquitectónico, para luego desintegrarse como si nunca hubiesen existido. La fugacidad es su manifiesto: presencia y ausencia a la vez, un recordatorio de que nada dura, ni siquiera la belleza más solemne.

El artista, nacido en Groningen en 1978 y residente en Ámsterdam, ha dedicado su práctica a manipular lo intangible: atmósfera, espacio, luz. Su interés radica en construir —y desarmar— la experiencia, en confrontar lo arquitectónico con lo transitorio. No sorprende que TIME Magazine incluyera su serie Nimbus entre las “Top Ten Inventions” de 2012: pocas obras de arte consiguen conjugar mística y tecnología con semejante pulso contemporáneo.

Las instituciones parecen haber comprendido la potencia simbólica del gesto. Su trabajo ha circulado entre el Saatchi Gallery, el Smithsonian, el Bonnefantenmuseum, el FotoMuseum de Amberes y, recientemente, el Museum Boijmans Van Beuningen en Róterdam. En cada contexto, la nube adopta un carácter distinto: puede leerse como pérdida, como presagio o simplemente como un guiño pictórico que remite a los fondos de la pintura barroca.

Smilde no ofrece permanencia, más bien ofrece un intervalo. Y quizás ahí radica el secreto de su magnetismo: convertir lo más inasible —una nube— en un objeto de contemplación radical, incluso cuando dura apenas lo que tarda en desmoronarse el artificio. La invitación es hermosa, porque cosas increíbles siempre están ocurriendo arriba, así que habrá que voltear con más seriedad a observar lo que ocurre en el cielo, como cuando éramos niños.