
Por Enrique Giner de los Ríos
Tatiana Bilbao nos recibe en su estudio de la Ciudad de México. Hablamos sobre su vínculo con la academia, sobre la arquitectura como vertebradora de la transformación social y de proyectos como el Jardín Botánico de Culiacán, el Acuario de Mazatlán y un monasterio cisterciense en Alemania, además de su más reciente trabajo: el pabellón del Vaticano en la Bienal de Arquitectura de Venecia 2025, donde esta disciplina se convierte en un acto colectivo de restauración y comunidad.
T México: Es fascinante la diversidad de tus proyectos. A simple vista, parecen completamente distintos entre sí, pero al explorar tu trabajo es evidente que hay un hilo conductor. En tu página, los organizas en categorías como densidad, domesticidad, paisaje social, educación, cultura… Incluso hay una dedicada a proyectos religiosos. ¿Cuál dirías que es el punto que hay en común entre todos ellos?
Tatiana Bilbao: Siempre me ha desconcertado cuando se habla de “arquitectura social” o “sustentable”, como si fueran categorías aparte. Para mí, la arquitectura es, por definición, social. Está hecha para la gente. Lo que ha cambiado desde los años 90 con el auge del neoliberalismo es que la arquitectura comenzó a distanciarse de su propósito original para volverse excesivamente formal. Incluso en la universidad nos enseñaban a diseñar objetos. Objetos hermosos, sí, pero más centrados en su estética que en su función. La idea de que la arquitectura debía responder a necesidades humanas esenciales, como proveer un techo que resguarde, se había diluido.
Sin arquitectura, simplemente no podríamos existir. Quizás esta palabra se suele usar de una manera muy cursi, pero la arquitectura tiene que inspirar a una persona a vivir su día a día. La palabra inspiración tiene un significado muy profundo para mí, radica en la posibilidad de nutrir tanto el cuerpo como el alma para crecer. Un lugar que ofrece protección, luz y una base para el desarrollo humano está cumpliendo su misión más fundamental. La arquitectura puede potenciar el crecimiento de las personas, pero también puede limitarlo. Al principio, me costó aceptar lo que nos enseñaban en la escuela. Diseñar únicamente objetos bonitos me generaba conflicto. ¡Dentro de esos espacios hay personas!

¿Te ocurría desde un inicio?
Sí, aunque en ese momento no era muy consciente. Nunca fui hábil para diseñar esos objetos “preciosos”. Tengo habilidades para crear relaciones y, a partir de ahí, generar espacios. A veces, incluso me pregunto si lo que hago es realmente arquitectura. Con la sustentabilidad me ocurre algo similar que con lo social. Es un término que tuvimos que agregar como un valor añadido, porque se nos olvidó algo básico: que la arquitectura debe usar los recursos de manera eficiente. Si un edificio no es funcional, si no es eficiente en sostener cuerpos, en crear plataformas para el desarrollo humano, entonces no debería llamarse arquitectura. Lo social y lo sustentable son parte de la arquitectura, no son conceptos accesorios.
Las casas privadas que hemos hecho, algunas de macro lujo, incluso con ciertas indulgencias, conllevan procesos que nos permiten experimentar y desafiar muchas cosas. Los Terrenos, en Nuevo León, por ejemplo, nos permitió jugar con una serie de aspectos muy interesantes que han dejado un gran legado en el lenguaje de nuestro estudio. Me parece un gran privilegio sentarme con alguien a quien le vas a diseñar su casa, siempre intento que sea el cliente quien diseñe y convertirme en un mero traductor. El proceso es muy enriquecedor, te involucras en la vida de esa persona y entiendes su manera de habitar. Siempre va a ser de un modo muy distinto al tuyo. Para esta casa en el bosque, la cliente se presentó en la oficina con una sartén de hierro forjado, una jarra de vidrio de agua muy sencilla y una vajilla como de su abuela. Los puso sobre la mesa y dijo: “Esta es mi casa”. Tras la sorpresa inicial, el proceso fue muy interesante. Su apertura nos llevó a replantearnos la idea de “hogar” desde otra perspectiva, una exploración que incluso trasladé al ámbito académico con mis alumnos.

Gracias a esa libertad y al carácter del proyecto, pudimos incorporar una cocina móvil, un elemento que habíamos desarrollado previamente. La cocina es muy controvertida en el espacio doméstico. Históricamente, fue concebida como un área funcional asociada al rol de la mujer dedicada a la casa. Diseñamos una cocina móvil, capaz de funcionar tanto dentro como fuera de la casa, pensada para que cocine una sola persona o muchas. Solo en una casa como aquella podíamos experimentar con elementos tan flexibles.
Antes de eso, también en Nuevo León, diseñamos la Casa Ventura. Los clientes insistían en eliminar las jerarquías dentro de la familia a través de la distribución espacial. Tradicionalmente, las áreas sociales de los adultos se ubican en la planta baja, mientras que las zonas dedicadas a los niños y al servicio en la parte de arriba. La habitación principal es algo completamente impenetrable. En un inicio, no tenía nada claras dichas jerarquías; crecí en un departamento en la colonia Cuauhtémoc donde el espacio que había era para todos. Entender ese esquema y lograr lo que ellos proponían fue un gran reto. Al final intentamos romper ese esquema al diseñar todo en un mismo nivel. Evidentemente, al estar en una montaña, la casa inevitablemente tiene distintos niveles, pero logramos generar un flujo espacial continuo. Este análisis lo he aplicado en otros proyectos y también en la enseñanza, donde me interesa cuestionar cómo la arquitectura define, a través de pequeños gestos, quién, cuándo y cómo puede habitar un espacio. Un cambio de nivel ya implica una jerarquía. Son cosas fundamentales que nunca nos enseñaron en la universidad. Nos formaron para componer, pero no para analizar cómo vive la gente.
Gran parte del trabajo de nuestro estudio parte de estas reflexiones. Los proyectos donde hay margen para la experimentación, e incluso cierta indulgencia, nos permiten desarrollar herramientas aplicables en otros contextos. Por más lujosos que puedan ser algunos de nuestros proyectos, buscamos que sean eficientes en el uso de materiales y recursos. Ninguna de nuestras casas tiene ocho placas de mármol traídas de Venecia. Ese tipo de clientes no llegan a nosotros, ni es el tipo de cliente que nos interesa. Afortunadamente, trabajamos con personas que tienen una mirada crítica sobre el espacio, que valoran el componente social de la arquitectura y que, en muchos casos, buscan desafiar ciertas normas de su propia clase social.

Mencionas mucho la escuela, sé que la academia es muy importante en tu práctica. Actualmente das clases en Yale, y has sido profesora en Harvard, Columbia y muchas otras universidades.
La academia es un aspecto que procuro integrar en mi práctica, la considero una plataforma fundamental para el desarrollo social. Hacer solo objetos bonitos no genera una transformación profunda, no tiene un impacto más allá de un par de familias. Creo que una cocina móvil en una casa en medio del bosque puede ayudar a detonar un proceso transformador. Pero se trata de una sola persona. El número aumenta cuando se trata de un edificio con 150 viviendas en Monterrey. Creo firmemente en el poder transformador de la academia y las políticas públicas. Ahí es donde realmente podemos incidir. No solo se trata de la influencia que puedo tener sobre mis alumnos, sino al revés.
Esa retroalimentación me interesa mucho. No parece que ocurra solo en la academia ni en tus proyectos públicos. Fundaste tu estudio hace unos 20 años y a través de los años han pasado por aquí muchos arquitectos, muchos de los cuales hoy tienen sus propias prácticas establecidas. Supongo que eso también conlleva una gran responsabilidad.
Me gusta que lo menciones, aunque en realidad nunca lo había pensado así. De lo que sí me di cuenta desde un inicio, por cliché que suene, es de la importancia de ser mujer en este campo. Ahí sí noto una influencia. Es un lugar en el que nunca imaginé estar, pero desde que comencé mi carrera me empezaron a invitar a todo tipo de eventos: conferencias, concursos, exposiciones. Al principio, me parecía extraño por mi falta de experiencia, pero luego me di cuenta de que la mayoría de las veces me invitaban por el simple hecho de ser mujer.
¿Había que cumplir con la cuota de género?
Exacto. Y era bastante molesto, por ejemplo, en conferencias donde la primera —y a veces la única— pregunta que me hacían siempre era sobre ser mujer en un mundo de hombres. A mis colegas hombres nunca les hacían ese tipo de preguntas. Siempre les preguntaban por su obra. En una de esas ocasiones, Derek Dellekamp [colega arquitecto], al ver mi reacción, se acercó a mí. Aunque comprendía mi frustración, me preguntó si alguna vez como estudiante había asistido a una conferencia de una mujer. A partir de ahí, comencé a ver el lado positivo de mi posición. Aun así, me costó mucho entender cuál era mi rol. Inspirar a mujeres a imaginar posibilidades diferentes cuando son estudiantes es un buen reto; sin embargo, esa gente, al igual que yo cuando era estudiante, ya se encuentra en una situación de privilegio. Comprendí que el mayor impacto que podía tener era entender la arquitectura desde la perspectiva de ser mujer, de asumir esa identidad. Se trataba de identificar la experiencia física de la mujer en la arquitectura y eliminar esas barreras.
En México ha surgido una generación impresionante de mujeres arquitectas. Zaida Muxí, una arquitecta y urbanista argentina, ha estado tratando de explicar este fenómeno único en nuestro país. Es una condición muy particular que no sucede en otras partes del mundo. Aunque claramente cada vez hay más mujeres con una voz fuerte en el mundo de la arquitectura, no se siente lo mismo que aquí. En Estados Unidos, la mayoría de los despachos suelen ser parejas, y lo que ocurre es que, en muchos casos, es el hombre quien presenta los proyectos ante los clientes.

Históricamente, en el caso de esas parejas, incluso solemos ignorar a la mujer.
En Europa, aunque la situación es mucho más equitativa, tampoco ocurre de esta manera. Sí sucede, pero no de la forma en que ocurre en México. Es impresionante cuando pensamos en nombres como Frida Escobedo, Fernanda Canales, Rozana Montiel, Gabriela Carrillo, Gabriela Echegaray, Jessica Amezcua y Mariana Ordóñez, mujeres en diferentes lugares, con proyectos muy propositivos. Y la lista sigue. No es casualidad que Zaida Muxí esté trabajando en una exposición sobre este fenómeno tan significativo.
Desde el inicio de tu carrera, has tenido una relación muy estrecha con la cultura y el arte en todo tipo de proyectos. ¿Cómo surge este interés?
El Jardín Botánico de Culiacán ha sido el detonante de muchas cosas. Seguimos trabajando en él, y empezamos hace 20 años. No ha habido un solo año en el que no hayamos hecho algo allí. La arquitectura se ha ido desarrollando poco a poco, y eso nos ha generado una plataforma que nos ha permitido ver lo que hacemos: cómo se absorbe, cómo se vive y cómo podemos actuar de una mejor manera. Desde ahí han surgido muchas relaciones nuevas. Generar arquitectura desde el entendimiento de la relación con el ecosistema sobre el que se sostiene y al que también sostiene es clave. Es una cuestión muy importante, especialmente para nosotros, que somos de la Ciudad de México. Aquí, el suelo se mueve todos los días. La arquitectura está impuesta en un espacio en constante cambio, que es la tierra, y sostiene un proceso igualmente cambiante: los seres humanos. Los organismos vivos, al final, estamos en constante transformación.
Veo una relación con el Acuario Mazatlán.
El Centro de Investigación del Mar de Cortés cumple con el mismo principio, pero con esteroides. Imaginamos la ruina de un edificio que se construyó en 2020, pero no sabíamos para qué. Cuando llegamos, en 2289, descubrimos que el mar había subido y llenado de agua el lugar, pero cuando el agua se retiró, quedó ahí. Y la vida empezó a multiplicarse. Fue una historia que nos inventamos al comenzar el proyecto y así se la presentamos a nuestro cliente, Ernesto Coppel. Al principio, me miraba con incredulidad. Hace poco, en una presentación ante un jurado de arquitectura internacional, el mismo Ernesto respondió a una de las preguntas: “No sabemos para qué se diseñó este edificio, ni quién lo diseñó. Era una ruina”. Así lo diseñamos, como una ruina que ya estaba ahí.

Y ahora sí, la categoría de lo religioso.
El monasterio es otro proyecto que nos ha cambiado la vida y nuestra manera de pensar. Se trata de un monasterio cisterciense en Alemania que estamos llevando a cabo gracias al apoyo de sor Stella Maris. Este proyecto me ha ayudado a entender la arquitectura de una manera muy diferente. Idealmente, el entendimiento del ser individual con el ser social está completamente inscrito en el monasterio. Es el espacio doméstico por excelencia. Cuando llegué al monasterio, encontré la panacea. Todos los procesos en el monasterio están ligados al rito, al sostén del cuerpo físico y al ritual espiritual. Este entendimiento nos ha generado muchas reflexiones que intentamos aplicar en los edificios de vivienda que estamos diseñando.
Lo que hemos aprendido de un espacio como un monasterio, si sumamos el componente religioso, es que no solo vivimos para cumplir funciones básicas. Lo que hoy día tristemente define la vivienda es simplemente dormir, comer, respirar y bañarse. Vivimos del ritual. No es solo la necesidad física lo que sostiene al ser humano, sino también esa dimensión ritual que hemos ido perdiendo en la modernidad a cambio de una vida que solo satisface necesidades tangibles.
¿En qué otros proyectos estás trabajando actualmente?
Estamos trabajando en un proyecto de vivienda en St. Louis, Missouri, y otros en lugares tan dispares entre sí como San Francisco, Los Ángeles, París, Aguascalientes y una utopía en Iztapalapa, en Ciudad de México. Todo este proceso de reflexión se interconecta en cada uno de estos proyectos de una manera fascinante. Más recientemente, todo este enfoque nos llevó a un llamado inesperado: el pabellón del Vaticano en la Bienal de Venecia. Curiosamente, no llegamos a ese proyecto por nuestras conexiones con los monjes, sino por el componente social y comunitario de nuestro trabajo. Nos involucramos en este proyecto gracias a una recomendación de Hans Ulrich Obrist.
El Vaticano no tiene un pabellón fijo en la Bienal, sino que su espacio cambia cada año, lo que lo convierte en una experiencia siempre única. El último pabellón fue espectacular: trabajaron en una cárcel activa de mujeres, haciendo una intervención con artistas increíbles como el dúo Claire Fontaine o Maurizio Cattelan. El Papa incluso llegó a visitarlo. La intención de este proyecto era crear un vínculo tangible entre la Bienal y la sociedad y de esa manera generar un impacto. Y eso es precisamente lo que nos piden que hagamos.
El objetivo es darle al edificio una nueva función. En el proceso habrá una cocina y un programa de conciertos, ofreciendo entretenimiento tanto para los restauradores como para los trabajadores que se involucren. Estamos trabajando a fondo y pronto comenzaremos a intervenir el edificio, aunque la Bienal no se inaugura hasta el 8 de mayo.