Foto: Emily Phoenix.

Carolina Chávez Rodríguez

Recuerdo diversas pláticas con mis amigas, en las que hablar de Susan Sontag implicaba un cambio en la voz, en la mirada. En especial en Aura Sabina: un halo de respeto alrededor de su obra rodeaba nuestras charlas. Y es que hablar de Sontag no era simplemente evocar a una escritora, sino enfrentar una inteligencia feroz que se movía con soltura entre la estética, la política y la vida privada.

Nacida en Nueva York en 1933, huérfana de padre a temprana edad, hija de comerciantes judíos y estudiante precoz —entró a la universidad a los 15 años—, su biografía parece la de una mente que jamás se conformó con lo dado. Se casó adolescente con un profesor, se divorció joven, llegó a Nueva York con “70 dólares, dos maletas y un niño de 7”, y desde ahí edificó la figura que más tarde sería conocida como la «dama negra» de las letras estadounidenses.

Su obra se despliega en todos los frentes: novela, cuento, teatro, cine, ensayo. Pero fueron estos últimos los que marcaron el pulso del siglo. En Contra la interpretación(1966) propuso desactivar la obsesión hermenéutica de la crítica y devolver al arte su poder sensorial. En Sobre la fotografía (1977) cuestionó el modo en que las imágenes del dolor normalizan la miseria. Y en La enfermedad y sus metáforas (1978) denunció el uso bélico del lenguaje médico. Sus ideas atravesaron debates incómodos: la sexualidad, pedagogía del deseo, las diversas construcciones morales y políticas.

Foto: Emily Phoenix.

Sontag incomodó porque se negó a obedecer. Fue feminista sin etiqueta militante, crítica del imperialismo cultural estadounidense, defensora de escritores silenciados, presidenta de PEN America, y también sobreviviente de un cáncer que la persiguió tres décadas. Su vida sentimental fue igualmente intensa: sus últimos años los compartió con la mítica Annie Leibovitz, quien la retrató —hermosa y fuerte— hasta el final.

Susan en la lente de Annie.

En el fondo, lo que Sontag nos enseñó es que la literatura y la crítica no son refugios, sino campos de batalla. Su escritura es una pedagogía estética y política que no ofrece consuelo, sino herramientas. Hoy, a dos décadas de su muerte, su obra sigue iluminando la sospecha: que el arte y la filosofía no deben explicarlo todo, sino devolvernos la capacidad de sentir, de mirar sin anestesia, aunque nos duela profundamente.

Foto: cortesía The NY Times


TE RECOMENDAMOS