
Carolina Chávez Rodríguez
El ajolote mexicano es un recordatorio incómodo de que la naturaleza tiene formas de resistencia que aún no entendemos. Originario del Valle de México y confinado hoy a los canales que sobreviven en Xochimilco, este anfibio contradice la lógica biológica con una facilidad inquietante. Nunca abandona sus rasgos juveniles, regenera órganos completos y alcanza la madurez sin necesidad de transformarse. Una especie diseñada para desafiar la cronología. Sí, un ser así no podría dejar de ser mágico.
Para los antiguos nahuas fue axolotl, criatura vinculada a Xólotl, dios de la muerte y de las rutas inciertas. Quizá por eso su figura ha atravesado siglos con una mezcla de asombro y malentendidos. Apreciado como alimento, remedio, símbolo ritual y, finalmente, curiosidad comercial, el ajolote ha sostenido lo que puede mientras su hábitat se desmorona.


Su historia reciente es menos mística. La contaminación, la tala, la urbanización descontrolada y la introducción de especies ajenas como la tilapia africana lo han colocado en peligro crítico. Y, aun así, sigue ahí, moviéndose como si nada, consumiendo pequeños peces y moluscos mientras la ciudad celebra su imagen sin comprender que cada día es un poco más raro encontrarlo.
Los programas de conservación —desde el Plan de Rescate Ecológico de Xochimilco hasta las iniciativas de CONABIO y proyectos comunitarios— buscan revertir décadas de depredación. Sin embargo, el riesgo permanece. El ajolote se ha convertido en un ícono cultural, pero continúa siendo una especie amenazada cuyo destino depende de la restauración de su entorno, no de la nostalgia.
Lo que conmueve del ajolote no es solo su capacidad regenerativa, sino su vulnerabilidad. Un animal que puede rehacer un brazo entero no puede rehacer un lago. Su supervivencia no depende de su biología prodigiosa, sino de la atención humana que históricamente ha llegado tarde.
Quizá por eso se ha vuelto una criatura inevitable en nuestro imaginario. El ajolote simboliza algo más profundo; la belleza de lo que persiste y la fragilidad de lo que estamos dejando ir. Una metáfora viva de un país que celebra símbolos mientras arriesga su desaparición.
