Foto cortesía de Todo Almodóvar.

Carolina Chávez Rodríguez

Hay vidas que parecen escritas para desmontar las ideas convencionales de belleza. La de Rossy de Palma es una de ellas. Entre Pedro Almodóvar y el diseñador Manuel Piña inventaron su nombre artístico; Jean Paul Gaultier la adoptó como musa latino-mediterránea; Christian Louboutin la eleva —literalmente— cada vez que puede. Todo eso ocurre porque Rossy no responde a las categorías habituales. Las descompone. Las vuelve artificio, cuerpo, voz.

Nacida en Palma de Mallorca en 1964 como Elena Rosa García Echave, creció sin saber que un día su rostro se convertiría en ícono cultural. Su nariz —celebrada, retratada, analizada— es un recordatorio de lo que significa habitar la propia complejidad con orgullo. Rossy se ha fotografiado de perfil toda la vida porque sabe que lo que otros llamarían “defecto” puede ser manifiesto. “Mi nariz me ha dado complejidad… La gente se reía y yo analizaba por qué juzgaban”, dijo alguna vez. Su singularidad no se defiende, se manifiesta y de qué modo. 

La escena inicial de su carrera ocurre en Madrid, durante la Movida. Formaba parte de la banda Peor Impossible y trabajaba en un bar rockabilly de Malasaña, donde Almodóvar la vio por primera vez. No necesitó pruebas ni casting: quiso que apareciera en La ley del deseo (1987) como locutora. Y la instrucción para el equipo fue una declaración de principios: “Dejad que se peine, se maquille y se vista como ella quiera”. Rossy no interpretaba un papel, lo performaba, un verbo que solo ella conjuga con esa velocidad y convicción con la que se hace el maquillaje en quince minutos.

La complicidad artística creció. En Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), un gazpacho con orfidales la derribaba en el sofá. Ella le dijo al cineasta que merecía algo más, y él respondió con un sueño en el que su personaje perdía la virginidad. Fue su bautismo pop. Años después, Kika(1993) y La flor de mi secreto (1995) consolidarían el lugar de Rossy como figura esencial del universo Almodóvar. Y su aparición en Madres paralelas (2022) demostraría que sigue siendo un signo visual, una presencia que define atmósferas.

Escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios. Foto: cortesía de Todo Almodóvar.
Rossy en La ley del deseo. Foto cortesía de Todo Almodóvar.

Rossy nunca se limitó al cine español. Rodó con Robert Altman en Pret-à-porter, apareció en el videoclip Too Funkyde George Michael —un desfile improbable dirigido por Thierry Mugler— y construyó una carrera transnacional entre España y Francia. En el país galo encontró hogar y libertad creativa; ahí crió a sus hijos, Gabriel y Luna, y ahí también se convirtió en figura cultural.

La moda, por su parte, la leyó con una claridad inmediata. Jean Paul Gaultier la subió a pasarela antes de que la industria celebrara la diversidad estética; MAC le dedicó una colección; David Delfín la convirtió en aliada emocional y artística; Palomo Spain la llevó a escena con su sensibilidad queer-barroca. Sus propios vestidos —que comenzó a coser para asistir a los Oscar y al Festival de Cannes— completan la cartografía estilística de una mujer que siempre entendió el cuerpo como territorio narrativo.

Rossy de Palma no es solo una actriz ni una musa: es un lenguaje cultural en sí misma. Su perfil, definido hasta el cansancio como “picassiano”, es apenas una puerta. Lo verdaderamente radical es cómo convirtió la diferencia en potencia, el gesto en discurso, la rareza en identidad.

En un mundo que insiste en homogeneizar, la presencia de Rossy recuerda que lo singular no necesita autorización. Su carrera es prueba de que una estética personal puede cruzar generaciones si se ejerce con libertad. Y que, a veces, basta un rostro indócil para reescribir un canon.


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