
Por Kira Álvarez
Fotografía por Alberto Rebelo
La mañana está bañada por una luz dorada que se filtra por las ventanas de la casona que hace de locación. Mayra Hermosillo se prepara para una sesión de fotos y las manos de su maquillista trabajan con precisión mientras el cuarto se inunda de sombreros y románticos vestidos. Faltan apenas unos días para que tome un avión rumbo a Italia, donde su primera película como guionista, directora y productora será presentada en la sección Giornate degli Autori del Festival de Cine de Venecia. Y, sin embargo, lo que le estimula no es la alfombra roja ni el glamour del festival, sino la certeza de que Vainilla es una historia que llevaba toda la vida gestándose y que, al fin, está lista para ver la luz.
“Es como parir”, dice con una sonrisa amplia. La palabra no es casual: Vainilla es su hija, su constelación familiar, un tributo a las mujeres que la criaron en una casa de Torreón, Coahuila, (lugar donde nació Hermosillo en 1987) donde no habitaban hombres, pero sí abundaban la complicidad y la resiliencia. Ambientada a finales de los años 80, la película cuenta la historia de siete mujeres de distintas generaciones que luchan por conservar la casa en la que viven. Está narrada desde la mirada de Roberta, la más pequeña del clan, que observa cómo las tensiones por el dinero, la ausencia paterna y los códigos no escritos de la sororidad moldean la vida en comunidad.
Hermosillo creció en una familia compuesta exclusivamente por mujeres. Estudió Comunicación en su ciudad natal y, antes de dedicarse a la actuación, trabajó como conductora de televisión y radio, así como de reportera cultural. Con ese bagaje, llegó a la Ciudad de México para estudiar actuación, una decisión que cambiaría el rumbo de su vida. La vimos en series como Narcos: México (2018) y películas como El norte sobre el vacío (2022), pero incluso mientras actuaba, había una historia que la acompañaba como una sombra persistente: la de su propia familia. “Me cuesta mucho escribir sobre cosas que no he vivido. Por eso la importancia de escribir desde una verdad”, confiesa. “Sentía una necesidad enorme de entender a mi familia años después. Nos desprendimos cuando yo era muy joven, cada quien tomó su rumbo y con el tiempo las extrañé demasiado”. El guion, que comenzó en 2018, mezcla episodios reales y de ficción. El conflicto central —el desalojo— está inspirado en hechos verídicos, aunque adaptado para dar ritmo a la narración. “Es un collage de memorias. Tenía que elegir qué contar para que la historia respirara”.
La familia que retrata en pantalla era, como dice sin tapujos, “muy disfuncional”. Durante su infancia, le costaba aceptar la ausencia de una figura masculina en casa. “Me peleaba con esa estructura no tradicional. Pero cuando llegué a la Ciudad de México y vi otras formas de vivir, pude entender a mi familia desde otra perspectiva. Crecí cuidada por mi madre, mi abuela, mi tía, mi bisabuela, mi nana… Se me impregnó la esencia colectiva: concibo la vida en manada”.
No todas las mujeres de Vainilla comparten lazos de sangre; tampoco en la vida real. “Mi abuela Georgina llegó de niña a San Luis Potosí, probablemente desde Alemania o Polonia, huyendo del Holocausto. Concha, mi bisabuela, la adoptó, y luego se fueron a vivir a Torreón. Limbania, mi tía, también era adoptada. Por eso en mi familia nadie se parecía: unas eran morenas, otras muy blancas, algunas con ojos rasgados”. Esa diversidad física era reflejo de algo más profundo: una idea de familia que no dependía de la biología, sino de la decisión de cuidar. Sin embargo, no estaba exenta de dureza. “Concha no conocía las formas de afecto, y fue muy estricta. No es que quisiera ser mala, simplemente no le enseñaron a amar. Mi madre decidió romper ese patrón: aprender a dar un abrazo, un beso”. Esa comprensión —no justificar, pero sí entender— permea la película. “Cada quien hace lo que puede con las herramientas que tiene”, reflexiona.
Ver a sus mujeres interpretadas por otras actrices fue una experiencia intensa. Algunas ya no están vivas, como Concha, su abuela Georgina o su tía Limbania, y la ficción le permitió reencontrarse con ellas desde otra mirada. “Fue como hacer una constelación. Al verlas representadas, me movieron ideologías enteras. Dejé de lado esa idea de que hay que ser fuerte todo el tiempo. Ellas eran duras, sí, pero también vulnerables”.

Aurora Dávila, quien interpreta a Roberta —la versión infantil de Mayra—, fue la última en audicionar y obtuvo un sí rotundo. Fernanda Baca, que da vida a Manu, resultó ser su sobrina, algo que Mayra descubrió después de la elección. “No nos veíamos desde que era chiquita. Ganó el papel por mérito propio; mi mamá dice que definitivamente la sangre llama”. María Castellá, en el papel de Alicia (la madre de Mayra), y Natalia Plascencia como Limbania, son sus mejores amigas y desde hace seis años tenía decidido que no necesitaban casting. La abuela Georgina fue encarnada por Paloma Petra, otra amiga cercana en ese momento y Rosy Rojas, que interpreta a Concha, la conquistó con una sola escena de apenas tres minutos en La paloma y el lobo (2019). Incluso Lola Ochoa, cantante de profesión que debuta como actriz en la película llegó al casting únicamente para acompañar a una amiga y se apropió del papel de Tachita, la nana leal.
Ese matriarcado moldeó su forma de relacionarse con el mundo. No es casual que en su trabajo siempre busque rodearse de las personas que ama: amigas, familiares o colegas que ya son parte de su círculo íntimo. “Si escribo películas es solamente como pretexto para estar con ellas. Quiero pasar 30 días seguidos creando, riéndonos, acumulando anécdotas”, apunta Hermosillo. Parte del crew de Vainilla está conformado por Jessica Villamil, quien se estrena como directora de fotografía (Mayra necesitaba ojos de mujer para contar su historia), y las experimentadas Gilda Navarro en vestuario y Alejandra Velarde en maquillaje.
La casa es el corazón de Vainilla. No solo como escenario físico, sino como símbolo de pertenencia, refugio y memoria. Para recrearla, Hermosillo recurrió a Salvador Parra, uno de los diseñadores de producción más reconocidos de México. Con un presupuesto limitado, Parra construyó una réplica exacta de la casa original en un foro tras hacer un levantamiento minucioso en Torreón. El rodaje se dividió entre ese set y una breve estancia en Torreón y Mazatlán para capturar exteriores. “Cuando mi mamá llegó al foro se soltó a llorar al ver la casa, su casa. Yo solo pensaba en cómo habíamos podido dormir tantas en cuartos tan pequeños. Compartir todo eso era muy bello, fuerte, doloroso, incómodo, pero luego se volvía orgánico. Y así también fue la película, una lucha constante”
La austeridad se convirtió en un motor creativo. “No teníamos ni cafetera en el set”, recuerda. “Molíamos nuestro propio café. Ver a gente como Salvador, Gilda o Ale, con carreras llenas de premios, haciendo su cafecito con nosotros me conmovía muchísimo”. Durante el rodaje, cada mañana empezaba con el “círculo del amor”: todo el equipo —actrices, técnicos, productores— tomados de la mano, compartiendo una dinámica para iniciar el día. También hubo jornadas temáticas, como la de los labios pintados de rojo para todos, hombres incluidos. “Se sembró un cariño y un respeto que se ve en las escenas. No sé si vuelva a vivir algo así”.
Aunque Vainilla está impregnada de sororidad, Mayra evita encasillarla como un manifiesto feminista. “Me cuesta entender el feminismo de hoy en día”, admite. “Yo crecí con mujeres que luchaban, independientes, solidarias. Tuve la suerte de crecer en un matriarcado de diferentes generaciones y diferentes creencias y vivencias. No rechazo la masculinidad, aunque haya vivido su ausencia. Prefiero no hacer juicios, sino conocer las circunstancias de cada persona. Todos tenemos un bagaje”. En la película, ni su madre ni sus tías se victimizan por la ausencia masculina. No hay discursos contra los hombres, sino retratos de mujeres que toman las riendas de su destino, incluso en un México de los años 80 marcado por el machismo, donde una casa sin hombre era sinónimo de chismes y sospechas. “Nos llamaban de todo: putas, brujas, malas mujeres. Pero nunca se metió un hombre a casa para ‘salvar la imagen’. Esa independencia me marcó”.
La noticia de que Vainilla competiría en Giornate degli Autori la tomó por sorpresa. “Para mí, esto empezó por querer contar una historia y hacerle honor a las mujeres de mi vida, no como una estrategia para ser cineasta”. Lo que más le emociona no es el reconocimiento internacional, sino que 30 personas del equipo viajarán al estreno, muchas por primera vez a Europa, incluida su madre. “Es un regalo que esta película sea el motivo para que vivan algo así”. La fecha del estreno en Venecia tiene un significado especial: el 3 de septiembre se cumplen 20 años de la muerte de su abuela Georgina. “Ese día, a las 5 de la tarde, hora del estreno, la quisieron revivir y trascendió.”
Hermosillo no es madre, pero habla de Vainilla con la ternura y el orgullo de quien ha criado algo propio. Han sido años de escritura, búsqueda de fondos y rodaje en condiciones que demandaron creatividad y resiliencia. “Es mi hija. Una hija hecha de memoria, de amor y de la gente que dijo que sí. No es solo mi película: es la esencia de todos los que creyeron en ella”.
Termina la entrevista, varias personas van y vienen y la maquillista da los últimos toques. Hermosillo se mira en el espejo y sonríe. En su reflejo habitan todas ellas. En pocos días las llevará a cruzar el océano. Pase lo que pase en Venecia, ya ha ganado: ha devuelto a la vida, aunque sea en otra piel, a sus mujeres y les ha construido una casa de recuerdos donde siempre podrán habitar.