
Carolina Chávez Rodríguez
El papel maché —también conocido como cartonería— es una de esas tradiciones que resisten al paso del tiempo. Su historia en México es tan antigua como la necesidad humana de representar lo invisible, (al menos para los ojos): los dioses, los sueños, la muerte. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos mesoamericanos ya modelaban figuras con pulpa de papel y fibras naturales. Las usaban en rituales, ofrendas y festividades que celebraban el ciclo de la vida.
Con la conquista y el encuentro de mundos, la técnica se transformó. Las manos indígenas se mezclaron con los métodos europeos, y de esa fusión nació una nueva forma de arte popular. Durante el siglo XIX, la cartonería alcanzó su esplendor bajo el Porfiriato, cuando México comenzó a reconocerse en su propio color, su humor y su fe. Las piñatas, los santos, las calaveras y los alebrijes empezaron a poblar mercados, templos y desfiles, convirtiéndose en una firma nacional.
Pedro Linares, el creador de los alebrijes, imaginó sus primeras criaturas en sueños febriles (qué poético, ¿no?). Aquellas figuras fantásticas, cubiertas de papel maché y pintadas con pigmentos vivos, dieron forma a un nuevo lenguaje: el del imaginario mexicano. Desde entonces, el papel dejó de ser frágil; se volvió eterno. En el Estado de México, los talleres de Metepec mantienen viva la creación de alebrijes y calacas monumentales, especialmente durante el Día de Muertos. En Guanajuato, las máscaras de cartonería acompañan danzas y procesiones, mientras que en Tonalá y Tlaquepaque, Jalisco, los artesanos moldean figuras pequeñas o gigantescas que desfilan en carnavales y ferias. Puebla conserva el espíritu festivo de las piñatas, hechas con cuidado y paciencia para las posadas de diciembre.

Hoy, el papel maché convive entre lo tradicional y lo contemporáneo. Algunos artesanos lo utilizan para crear instalaciones artísticas o piezas escultóricas de gran formato; otros siguen fieles a las formas ancestrales. Lo cierto es que en cada figura late una historia: la del papel convertido en cuerpo, la del color como lenguaje popular, la de un oficio que une lo ritual con lo cotidiano.
Su proceso, aunque artesanal, es también alquímico: se tritura el papel, se mezcla con agua y engrudo, se moldea y se deja secar bajo el sol. El resultado no solo es una pieza decorativa, sino un símbolo de la capacidad mexicana para reinventar lo efímero.
El papel maché, nacido de la fragilidad, se ha convertido en una de las expresiones más duraderas del arte popular. Cada piñata, cada alebrije y cada catrina son, en el fondo, una celebración de la vida, del juego y de la memoria que se resiste a desaparecer.