“The Artist Is Present” (2010), de Marina Abramović es el momento viral originario e inspiró un blog en Tumblr llamado “Marina Abramović Made Me Cry”s. Crédito: Gabrielle Ruth; Marina Abramović, The Artist is Present, 2010, performance de tres meses en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Fotografías por Marina Abramović: Marco Anelli © Cortesía del Archivo de Marina Abramović / ARS, Nueva York, 2025.

Por M. H. Miller

Era un sábado tranquilo el pasado diciembre en la penúltima tarde de Art Miami, una de las ferias de arte más antiguas de la ciudad, aunque hoy eclipsada por Art Basel Miami Beach, una feria más llamativa. Ethan Cohen, un galerista con sede en la calle 17 Oeste de Manhattan, se encontraba en su stand mostrando una escultura del artista radicado en Rhode Island Thomas Deininger, titulada “Macawll of the Wild” (2024). Vista de frente, la pieza parece una representación realista de un guacamayo azul y amarillo posado sobre una rama. Pero conforme se mueve el espectador, la obra se transforma en un juego de perspectiva 一desde un costado, no es la escultura de un guacamayo en absoluto sino un bonche aparentemente aleatorio de baratijas: muñecas sin ropa, una palmera de plástico, un muñeco de Sulley de “Monsters, Inc.”. Al observarla con mayor detalle, la cola del ave se conforma por un plátano de plástico sin pelar, una tapa naranja de botella, un lápiz del No. 2 y una cinta métrica enredada, entre otras cosas. Su precio era de 60,000 dólares, pero Cohen aún no la había vendido cuando una mujer se acercó y grabó un video de la pieza.

A la mañana siguiente, Cohen recibió varios mensajes de gente que no veía desde hacía tiempo 一un exasistente, un pasante que trabajó con él hace una década, un coleccionista de Indonesia. La mujer había subido el video a su cuenta de TikTok, @gabrielleeeruth, y “quién sabe cómo”, según él mismo me dijo, “activó el algoritmo”. La obra no solo encontró a su dueño rápidamente, sino que ahora había cientos de espectadores en el stand, inclinándose unos sobre otros para grabar sus propios videos, tantos que Cohen tuvo que buscar a alguien que controlara  a la multitud y protegiera la obra. No fue sino hasta que su hijo, de poco más de 30 años, le sugirió que revisara TikTok por sí mismo, que Cohen comprendió realmente la magnitud del asunto: para el mediodía del domingo, el video original ya tenía 16 millones de vistas. Para las 3:30 p. m., había alcanzado los 50 millones. A las 6 p. m., cuando la feria cerró, el video había sido visto 90 millones de veces. La cifra, al momento de escribir este artículo, asciende a 118 millones y sigue aumentando.

La escultura de Thomas Deininger “Macawll of the Wild” (2024), que se volvió viral tras aparecer en TikTok en diciembre.

La escultura de Deininger forma parte de un pequeño pero creciente canon de arte que, aunque no fue concebido necesariamente para las redes sociales, se entiende mejor a través de cómo se recibe en ellas. En una época en la que la inteligencia artificial, la pseudociencia y la desinformación política nos hacen desconfiar de lo que es realmente verdadero en línea, el arte en redes sociales ofrece una especie de alivo simple, pero reconfortante. Suele ser literal, con poco margen para desafiar sus intenciones. Pero en sus ambiciones conceptuales o técnicas, puede parecer lo suficientemente ingenioso como para que el público diga “¡Ajá!” (en lugar de “Eso lo pudo haber hecho mi hija en el kínder”). Otros ejemplos incluyen “Love Is in the Bin” (2018) de Banksy, una pintura programada para autodestruirse parcialmente tras su venta en Sotheby’s, en Londres; la exposición “And Now You Care?” (2025) de Marco Evaristti en Copenhague, en la que el artista colocó tres cerditos en una jaula y los dejó morir de hambre (alguien los liberó); y las sincerísimas pinturas de comida chatarra, como un Crunchwrap de Taco Bell, de Noah Verrier. “The Artist Is Present”, de Marina Abramović, posiblemente sea el momento viral originario del arte contemporáneo: una performance de 2010 en la que Abramović se sentó en una silla en el Museo de Arte Moderno de Nueva York durante siete u ocho horas al día e invitó al público a sentarse frente a ella durante todo el tiempo que pudieran aguantar. Todavía no existían Instagram ni TikTok, pero la obra inspiró un blog en Tumblr llamado “Marina Abramović Made Me Cry” —una colección de decenas de imágenes de personas llorando mientras la miraban a los ojos.

A simple vista, estas obras no tienen mucho en común salvo por su capacidad de captar la atención del público. Se trata de un género de arte que suele ser interesante solo en la medida en que lo es la respuesta que genera, lo que lo vuelve especialmente atractivo para quienes responden. En una entrevista, Deininger, de 55 años, comentó que en Miami se caza de manera furtiva a los guacamayos silvestres, pues allí no están protegidos. El público de la obra se perdió de esta lectura más profunda, a pesar de que mucha gente —al menos según los miles de comentarios en TikTok— llegó a la misma conclusión asertiva: “Esto es arte”.

Un momento decisivo para la historia del arte en redes sociales fue la primera exposición de Yayoi Kusama en la galería David Zwirner en 2013. Las personas esperaban horas para ver una de las instalaciones “Infinity Mirror Rooms” que la artista japonesa, hoy de 96 años, llena con espejos y luces para dar la ilusión de un espacio infinito. Instagram aún era una novedad, acababa de lanzar la función de video, y multitudes hacían fila para tomarse fotos en ese entorno aparentemente perfecto para una selfie. “La primera vez que publiqué algo en mis redes sociales fue en una exposición de Kusama”, me dijo Hanna Schouwink, socia senior en Zwirner. Para 2017, ya había “Infinity Rooms” en instituciones de todo el mundo, con visitas cronometradas para manejar la entrada de sus visitantes.

Las instalaciones “Infinity Mirror Room” de Yayoi Kusama se han convertido en sensaciones permanentes en redes sociales, ofreciendo entornos óptimos para una selfie. Crédito: Dennis Todisco.

Kusama inauguró una nueva era del arte concebido específicamente para interactuar con los teléfonos inteligentes. El artista conceptual James Turrell también tuvo un breve momento de auge en Instagram gracias a su retrospectiva de 2013-2014 en el Los Angeles County Museum of Art, cuando Drake (antes de su rivalidad con Kendrick Lamar) visitó la exposición y luego la usó como inspiración para un video musical. En 2019, cuando el artista italiano Maurizio Cattelan pegó con cinta adhesiva un plátano a una pared en Art Basel Miami Beach, la venta de la obra por 120,000 dólares apareció en CNN, un medio que rara vez cubre ferias de arte; cuando la pieza se revendió, con otro plátano diferente, en una subasta de Sotheby’s el año pasado por 6.24 millones de dólares, fue noticia internacional.

Si hay explicación alguna para el arte viral, es una tautológica, similar a la reflexión de Don DeLillo sobre “el granero más fotografiado de América” en su novela de 1985 “Ruido de fondo”. ¿Por qué es el granero más fotografiado de América? Porque la gente no deja de tomarle fotos. ¿Y por qué la gente le toma tantas fotos? Porque es el granero más fotografiado de América. “Están tomando fotos de quienes toman fotos”, escribe DeLillo.

Esto plantea un dilema particular para las y los artistas en una industria que busca una audiencia masiva mientras mantiene una actitud por lo general desconfiada ante el populismo. La excrítica de arte del New York Times Roberta Smith creía que Kusama “podría ser la mayor artista que surgió de los años 60”, pero menospreciaba los “Infinity Rooms”, y prefería sus pinturas abstractas, que son prácticamente invisibles en Instagram. Siempre ha existido una desconexión palpable entre el arte celebrado por la crítica y el que atrae al público general. Pensemos en Thomas Kinkade, el pintor de cabañas y jardines cursis, que murió en 2012, el mismo año en que Facebook compró Instagram. Kinkade fue, al menos  desde un punto de vista comercial, uno de los artistas más exitosos del siglo 20. En 1999, Robert Rosenblum, entonces curador del Guggenheim, dijo sobre Kinkade: “No parece un artista que valga la pena considerar, salvo en términos de oferta y demanda”. Las redes sociales han erosionado aún más la frontera entre lo popular y lo elogiado, pero más allá de eso, también han contribuido a extender el esnobismo del mundo del arte hacia las masas. El amor es una vía para volverse viral, como sucedió con “Macawll of the Wild”, pero el odio es igual de poderoso. Citando una de las respuestas menos desquiciadas al plátano de Cattelan: “Este planeta necesita que le caiga un meteorito y volver a empezar”.

Tal vez las redes sociales le han dado a las y los artistas una vía directa para hablarle al público sin el respaldo de una institución, pero resulta revelador cuán pocos han creado obras explícitamente al respecto. (Una excepción es Amalia Ulman, cuya serie de selfies en Instagram de 2014 retrataba a un personaje ficticio que ella misma creó para criticar las maneras de quienes viven eternamente en línea). Aunque Deininger afirma que sus precios han subido desde la feria de Miami, ningún artista serio quiere quedar encasillado como “la persona que viste en Instagram”. Como me dijo Schouwink: “Sé que cierta generación más joven entiende muy bien el lenguaje de Instagram y se siente cómoda existiendo en ese espacio. Pero no creo que esa sea una visión a largo plazo. Me pregunto qué pasará con todos esos cerebros que reciben un estímulo constante que no lleva a ninguna parte”.


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