(Izq.) La diseñadora Rei Kawakubo (Comme des Garçons). (Der.) El diseñador Yohji Yamamoto.

Por Nick Haramis

Fotografía por Masaya Tanaka

Mientras caminaba por Harajuku, el lugar donde nació el estilo callejero tokiota, el septiembre pasado, me crucé con un hombre con un mohawk rosa y una chamarra bomber de camuflaje que iba de la mano de una mujer que iba vestida como si fuera una bolsa de dulces. Al entrar a una tienda, la pareja se hizo a un lado para dejar pasar a una mujer mayor ataviada con un kimono de flores. A principios de ese año, en la Semana de la Moda de París, durante lo que algunas editoras llaman el “Día de Japón” o el “Día de Rei” —cuando la diseñadora de Comme des Garçons, Rei Kawakubo, y sus discípulos Junya Watanabe y Kei Ninomiya presentan sus nuevas colecciones—, dos personas invitadas al desfile de Ninomiya llegaron, sin querer, vistiendo lo mismo: un top negro de poliuretano con tirantes al descubierto, un vestido de tul entrelazado y un cubrebocas trenzado de piel sintética. Parecían una pareja de verdugos públicos, y posaron para las cámaras con una mujer que llevaba orejas de conejo grises.

Sin importar lo discrepantes que fueran esos looks, cada uno tenía una cualidad inequívocamente japonesa. Incluso en Nueva York, donde el estilo rara vez es tan expresivo, muchas personas creativas adoptaron desde hace tiempo un uniforme que por lo menos se siente japonés: una camisa geométrica o asimétrica, pantalones amplios; y quizás unos zapatos Tabi de Maison Margiela (los que, aunque fueron creados por el diseñador belga Martin Margiela en 1988, están inspirados en los calcetines japoneses con un dedo separado del siglo XV). Pero no fue hasta que mi pareja llegó a casa con una “camisa” de toalla del diseñador alemán Bernhard Willhelm —con más aberturas que los brazos que tiene un humano, que parecía ser más un top de lo que realmente era— cuando comencé a pensar en cómo la moda avant-garde japonesa ha transformado por completo nuestra manera de pensar la ropa, y por qué esta versión del avant-garde surgió precisamente allí. 

Las teorías no faltan: Yoshiki Hayashi, de 59 años, músico y diseñador radicado en Los Ángeles reconocido profesionalmente como Yoshiki, sugiere que la moda japonesa —una categoría casi imposible de acotar, aunque con ciertos rasgos característicos: suelta, arquitectónica y anti-sexy, por lo menos en el sentido occidental— solamente puede existir en un país tan profundamente conformista, que para crear una cosa verdaderamente original requiere de algo contra lo que rebelarse. Mikio Sakabe, de 49 años, diseñador y fundador de su propia escuela de moda en Tokio, piensa que el avant-garde está ligado a la época de posguerra en el país, un período de sufrimiento y humillación. La gente japonesa, afirma, no desea ser una versión elevada de sí misma, sino convertirse en alguien completamente distinto. Por eso, la cultura kawaii, o la exaltación de la ternura y la inocencia infantil, así como otras formas de cosplay, han perdurado tanto allí. El diseñador radicado en Tokio Ryuichi Shiroshita, de 40 años, fundador de la marca Balmung y conocido como Hachi, afirma que lo que el mundo ve como avant-garde es con frecuencia una extensión de las costumbres y tradiciones japonesas —relacionar los famosos pliegues de Issey Miyake con el arte del origami no es exageración, mientras que las prendas de Kawakubo pueden ser tan dramáticas como los trajes que se usan en el Noh, un género teatral del siglo XIV—, y que muchos japoneses ni siquiera consideran extraños los atuendos más excéntricos. Mientras que en Estados Unidos, como me dijo un colega de broma, “puedes no tener estilo y usar un traje de Comme des Garçons o ‘vestirte japonés’ de otras formas”, lo que puede significar usar un atuendo completamente negro con cadenas y arneses, o uno de colores vibrantes con siluetas cristalinas o formas orgánicas, o cualquier cosa con proporciones irregulares y bordes deshilachados, “y de pronto todo el mundo cree que tienes personalidad”.

(Izq.) Daisuke Obana (N. Hoolywood). (Der.) Kei Ninimiya (Noir Kei Ninomiya).

En inglés la palabra kimono significa simplemente “la cosa que se lleva puesta”, y desde el período Heian (794-1185) hasta el Edo (1603-1868), época en la que Japón cerró su comercio con casi todo el mundo, las personas de todas las clases vestían este tipo de prenda, conocida originalmente como kosode. No obstante, la corte era en sí misma un caldo de cultivo para la vanguardia: las nobles y las damas de compañía preferían el junihitoe, una suerte de mil hojas de sedas brillantes superpuestas una sobre otra. En una cultura que ha priorizado la armonía social por encima de todo (y aún lo hace), una persona podía experimentar con su atuendo siempre y cuando respetara otras normas de etiqueta.

Cuando la Restauración Meiji de 1868 llevó al feudalismo a su fin, el emperador Meiji comenzó a aparecer en trajes de corte europeo con mangas estrechas y hombreras llamativas, y durante la ocupación estadounidense, que duró desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta 1952, Japón se introdujo a la moda occidental moderna. A medida que la economía se recuperaba, las mujeres cambiaron rápidamente los pantalones para trabajar en el campo llamados monpe que habían usado durante la guerra por vestidos, que en gran medida reemplazaron al kimono como atuendo cotidiano. Más adelante, los hombres jóvenes adoptaron el estilo Ivy (pantalones chinos, sacos a cuadros). “El Art Nouveau se convirtió en Art Déco cuando llegó [desde Europa] a América después de 20 o 30 años, pero nosotros no tuvimos tiempo de digerir nada”, dice Satoshi Kuwata, de 41 años, cuya marca, Setchu, significa “mutuo acuerdo”. Al adoptar el estilo de su ocupante —jeans, camisetas, camisas Oxford con botones— Japón creó de manera astuta sus propias versiones de esas importaciones, como ya lo había hecho con el béisbol y el rock & roll. “Las y los expertos en moda empezaron a proclamar que las marcas japonesas hacían mejor ropa americana que los propios estadounidenses”, escribe el autor radicado en Tokio W. David Marx en su libro de 2015 “Ametora”, cuyo título es la abreviación japonesa de la expresión “American traditional” (clásico americano). Incluso hoy, afirma el diseñador nacido en Osaka Yoshio Kubo, de 50 años, “tal vez tengamos más moda americana que Estados Unidos”.

Durante décadas, Japón hizo suya la ropa occidental. Pero luego invirtió la lógica, presentando al mundo ideas radicalmente más modernas sobre cómo vestir. Aunque algunos de los diseñadores japoneses de la primera ola —como Junko Shimada, de 83 años, que se mudó a París en 1966, o Michiko Koshino, de 82, quien se reubicó en Londres en 1973— no eran particularmente avant-garde, ya daban pistas de lo que vendría. Koshino, conocida por su ropa inflable de PVC, dice: “Bonita o fea, no importaba. [Quería hacer] algo diferente”. Otros, como Kenzo Takada, quien fundó su marca Kenzo en París en 1970, o Kansai Yamamoto, quien diseñó el vestuario de David Bowie en su gira como Ziggy Stardust en 1970, eran muy reconocidos, aunque no necesariamente convencionales. El nacimiento del punk impulsó nuevas formas de protesta y provocación creativa y, en 1981, cuando Kawakubo y Yohji Yamamoto —colaboradores y pareja en ese entonces— llegaron a París y se unieron a Miyake, quien ya presentaba allí desde hacía ocho años, algo ocurrió: nació el avant-garde japonés, una propuesta estética tan profunda e influyente que hoy parece inevitable.

Juntos, Kawakubo, Miyake y Yamamoto ofrecieron una alternativa intelectual y austera frente a la obra de diseñadores europeos como Thierry Mugler y Gianni Versace, cuyas creaciones giraban, en gran medida, en torno al sexo y el poder. Jun Takahashi, de 55 años, cofundador y director creativo de la marca Undercover, dice: “Rei rompió con la ideología de la elegancia occidental”. Miyake, quien murió en 2022 a los 84 años, escribió en un ensayo para The New York Times en 2009 que su enfoque innovador y optimista en cuanto a la moda —que incluía usar bailarines como modelos en las pasarelas y experimentar con fibras tecnológicas, o como él decía, “telas que parecen veneno”— era en parte resultado de haber sobrevivido a la bomba atómica de Hiroshima en 1945. Prefería “pensar en cosas que puedan crearse, no destruirse”. Algunas personas tomaron lo que se conoció como la antimoda de Kawakubo y Yamamoto como un intento sincero de procesar la era de la posguerra. “El negro es un color importante [para ellos]”, afirma Kozaburo Akasaka, de 40 años, fundador de la firma de ropa de trabajo Kozaburo. “Mi impresión es que tiene que ver con el trauma o el daño”.

(Izq.) Kozaburo Akasaka, Kozaburo. (Der.) Junko Shimada.

También se trataba de liberación. Polly Mellen, que era la editora de Vogue en aquel entonces, describió la nueva estética japonesa como “moderna y libre”. Sin embargo, otros críticos en occidente reaccionaron con desconcierto, e incluso con xenofobia. En su libro de 2011 Japanese Fashion Designers, la historiadora canadiense Bonnie English cuenta que la prensa, impactada al ver trapos cubriendo todo el cuerpo en la pasarela, llamó a Kawakubo y Yamamoto “el Pearl Harbor de la moda”. Yamamoto, de 81 años, recuerda otro titular: “WWD [puso una foto de] un look de Comme des Garçons junto a uno de los míos. Escribieron: ‘¡Sayonara!’,” comenta. “Al principio, más del 90 por ciento de la gente odiaba mis colecciones. Y eso me gustaba”.

No obstante, hoy día es imposible encontrar a un diseñador que no haya sido influenciado de alguna forma por el avant-garde japonés; es difícil imaginar el trabajo de Marc Jacobs, Rick Owens o Simone Rocha sin ello. Incluso los jeans ajustados de Hedi Slimane y las faldas atadas a la cintura de Miuccia Prada son “una cosa japonesa”, afirma Kuwata, el fundador de Setchu. Esta moda liberó a otros diseñadores para pensar de manera más expansiva. “La idea occidental de la ropa suele centrarse en la construcción”, dice Satoshi Kondo, de 40 años, quien lleva trabajando casi dos décadas en la marca Issey Miyake, y es su director artístico desde 2019. “Los y las japonesas [prefieren] trabajar con el cuerpo humano, no restringirlo”.

El avant-garde japonés también se convirtió en la incubadora de otras incubadoras, especialmente en Bélgica, el otro país con mayor influencia en la moda experimental contemporánea. A mediados de los 80, el colectivo de diseñadores conocidos como los Seis de Amberes —entre ellos Ann Demeulemeester, Dries Van Noten, Walter Van Beirendonck y Dirk Bikkembergs, quien dijo alguna vez, parafraseando a Yamamoto, que “no hay nada más aburrido que un look ‘bonito y pulcro’”— formó su propia comunidad de moda en torno a la estética deconstruida japonesa. (La admiración era mutua: generaciones posteriores de diseñadores japoneses mirarían hacia los Seis de Amberes, en especial a Demeulemeester, en busca de inspiración). En 1989, menos de una década después del debut conjunto de Kawakubo y Yamamoto —conocido como Shock of Black—, Margiela presentó su primer desfile en París. Al igual que sus predecesores japoneses, Margiela, quien más adelante diseñaría prendas cubiertas de moho, abrigos hechos con pelucas o fragmentos de loza, desafió algunas ideas profundamente arraigadas sobre la materialidad y el buen gusto.

Veinticuatro horas después del Día Rei del otoño pasado, Rei Kawakubo estaba sentada sola en su escritorio en una oficina abarrotada e iluminada tenuemente en la sede de Comme des Garçons en París. Un piso más abajo, editores y compradores examinaban algunas de las nuevas piezas escultóricas de su colección femenina primavera 2025: un vestido de tul blanco, como palomitas de maíz, con retazos de tela roja moteada, una pieza de ajedrez tamaño humano hecha de chenilla lila, un cono de jacquard floral. A sus 82 años, medio siglo después de haber abierto su primera tienda en Tokio, Kawakubo —cuyas creaciones han incluido blusas a cuadros vichy y vestidos con tumores protuberantes (primavera 1997), túnicas de papel pergamino sin abertura para los brazos (otoño 2017) y perfumes con notas de polvo y goma quemada— rara vez habla con periodistas, apenas hace apariciones públicas y se rehúsa a explicar sus colecciones más allá de ponerles nombre. A esta la tituló Futuro incierto.

El esposo de Kawakubo, Adrian Joffe, de 71 años, presidente de Comme des Garçons International y de sus múltiples filiales, incluyendo Dover Street Market, la cadena multimarca de la pareja, había organizado una reunión para hablar de esta historia. Aunque Kawakubo no fue descortés, no se quitó los lentes oscuros y habló muy poco. Se negó a ser fotografiada. Casi una hora después de iniciada la conversación, decidió no dar la entrevista. Sus colegas podían hablar de sus logros; insistió en que su ausencia haría que su presencia se sintiera aún más fuerte. Por respeto a Kawakubo, Tao Kurihara, de 51 años, y Watanabe, de 63, cuyas marcas pertenecen a Comme des Garçons —y quienes, como su mentora, logran prendas salvajemente creativas, a veces casi imposibles de usar, que tienden a ocultar o distorsionar la forma del cuerpo— también declinaron hacer comentarios. Ninomiya, de 41 años, cuyo sello Noir Kei Ninomiya también es parte de la empresa de Kawakubo, dijo que ella le enseñó “lo que es la ropa”.  

Los movimientos avant-garde no están pensados, por definición, para perdurar, pero sorprendentemente este ha permanecido, quizás debido a la importancia que se le da al aprendizaje por inmersión en Japón. Chitose Abe, de 59 años, fundadora de Sacai, quien comenzó su carrera cortando patrones para Comme des Garçons, dice que allí no solo aprendió a diseñar ropa, sino también a construir una empresa. Teppei Fujita, de 40 años, diseñador de Sulvam, quien trabajó con Yamamoto, cuenta: “Todo lo aprendí de Yohji”. Pero cuando le mencionó su intención de fundar su propia marca, Yamamoto le respondió: “No lo hagas. No estás listo”. Fujita se fue de todos modos y, cuando le envió a su antiguo jefe fotos de su primera colección, Yamamoto le contestó con un mensaje escueto pero afectuoso: “Bienvenido al infierno”.

(Izq.) Hachi (Balmung). (Der.) Chika Kisada.

En las décadas transcurridas desde que Kawakubo y sus contemporáneos transformaron la industria, otros han encontrado nuevas formas de reinventarse y rebelarse. En 1993, Takahashi y Nigo hicieron suyo otro producto de exportación estadounidense —el estilo hip-hop—, abriendo una tienda llamada Nowhere en una zona tranquila del hoy infame barrio de Harajuku. Takahashi presentaba sus diseños en un lado de la tienda; Nigo, quien más tarde fundaría A Bathing Ape y, mucho después, se convertiría en director artístico de Kenzo, vendía ropa importada en el otro. Vendían cosas sencillas (playeras con logotipos, tenis, chamarras de camuflaje) y durante años las filas le daban la vuelta a la cuadra. Takahashi, cuyo trabajo hoy ha evolucionado mucho desde las sudaderas y las playeras gráficas —su colección primavera 2024 incluía vestidos transparentes de PVC iluminados y llenos de mariposas vivas—, afirma: “Antes de los 90, el diseño japonés era más puro y tranquilo. Tenía modestia. A partir de los 90, todo el mundo empezó a experimentar”.

Sin embargo, las creaciones tokiotas actuales suelen sentirse vitales, incluso conmovedoras, en vez de caer en el artificio. Tomo Koizumi, de 37 años, confecciona vestidos de organza que recuerdan a estropajos exuberantes; Kunihiko Morinaga, de 44 años, fundador de Anrealage, ha diseñado vestidos con luces LED en forma de rascacielos y uno con aire acondicionado incorporado que refresca a quien lo lleva puesto; y Ryota Murakami, de 36 años, director creativo de Pillings, quien cuenta que fue objeto de burlas en la infancia, ha compartido su soledad y su duelo a través de suéteres tejidos que parecen abrazarse a sí mismos. Los veteranos también están llenos de sorpresas. En aquel desfile de otoño de Comme des Garçons, la ropa de Kawakubo transmitía una emoción que no solemos asociar con la mujer más enigmática de la moda: esperanza.

Otra razón por la que el avant-garde japonés ha perdurado quizás sea que nunca surgió como oposición directa a una cosa. A medida que el lujo convencional se volvió más homogéneo en sus obsesiones, persiguiendo la sensualidad un año y la simplicidad al siguiente, luchando las mismas batallas durante varias temporadas, las y los diseñadores japoneses siguieron otro camino, explorando una estética que nació de algo más elemental: la desesperanza, la tristeza, la alegría, el juego, lo esencialmente humano, en especial cuando ser humano implica querer ser alguien más para variar. Al no proponerse hacernos lucir mejor de lo que somos —sino simplemente diferentes—, la moda japonesa no es una promesa destinada a romperse. Los movimientos avant-garde suelen desvanecerse tras construir nuevos mundos para que otros los desafíen. Pero la moda japonesa está en perpetuo diálogo consigo misma.

Cuando lo visité en su estudio con vista al río Meguro en el distrito Shinagawa de Tokio, Yamamoto me dijo que, en el acto de crear, siempre se siente como principiante, pero también como experto. Al ponerse su ropa surge una sensación misteriosa, como si uno regresara a un lugar o un tiempo que no existe, y que quizá nunca existió. En el documental de Wim Wenders de 1989 sobre Yamamoto, Notebook on Cities and Clothes, el cineasta alemán, quien no había mostrado interés alguno por la moda antes, describe su primer encuentro con los diseños de Yamamoto como “una experiencia de identidad”. En la película dice, “¿Conoces esa sensación al ponerte ropa nueva? Te miras al espejo y te sientes contento, emocionado con tu nueva piel. Pero con esta camisa y este saco fue diferente. Desde el principio, eran nuevos y antiguos al mismo tiempo”.


TE RECOMENDAMOS