
Carolina Chávez Rodríguez
Marina es de esas artistas que simplemente no pueden pasar desapercibidas. Entre la controversia, el arte y el debate, es imposible ignorar su legado. Personalmente considero que, aunque algunas de sus últimas piezas de performance han sido señaladas como ensayadas o calculadas, su trabajo siempre ha estado cuidadosamente concebido y ejecutado. Algunas obras mejores que otras, como todo, pero todas cargadas de una inteligencia feroz. Diría que lo que me gusta de Abramović es, ante todo, su poética: el arco, la desnudez, los objetos, la sangre convertida en metáfora. Y en segundo lugar, su capacidad para romper con el paradigma de la artista precarizada y de culto para profesionalizar y comercializar su trabajo, volviéndose deliberadamente pop. No es poca cosa haber pasado de la resistencia corporal al escaparate de las revistas de moda. En ese tránsito hay un tipo de audacia que también es política.
Desde Rhythm 0 (1974), cuando se ofreció como objeto pasivo al público con setenta y dos instrumentos de placer y dolor —entre ellos una pistola cargada—, Abramović entendió que el cuerpo podía ser al mismo tiempo laboratorio y arma. Lo que comenzó con gestos suaves se convirtió en agresión, y el experimento reveló lo que siempre está latente en lo humano: la crueldad colectiva, la fascinación por el límite, la violencia contenida que espera una excusa para emerger. Fue también la constatación de que el arte puede funcionar como espejo moral.


Durante las siguientes décadas, su obra continuó expandiendo la noción de presencia, de energía y de duración. En The Artist is Present (2010), permaneció inmóvil durante tres meses en el MoMA, sosteniendo la mirada de desconocidos que lloraban frente a ella, convencidos de haber presenciado algo místico. En realidad, era una puesta en escena sobre la atención y el desgaste. Abramović no hablaba, “solo” observaba. Y esa simple acción —o inacción— convirtió lo cotidiano en una experiencia casi religiosa. Su silencio era un manifiesto, el arte como resistencia a la distracción.


Hoy, Abramović es una institución. Ha dirigido óperas, colaborado con Robert Wilson y se ha instalado en los museos más grandes del mundo. The Cleaner, su retrospectiva itinerante, recorrió Europa como una procesión laica. Su ópera 7 Deaths of Maria Callas la mostró como una performer total, capaz de convertir la tragedia vocal en ritual escénico. Lo más fascinante, sin embargo, no es su permanencia en el canon, sino su capacidad para habitarlo y a la vez desmontarlo: moverse entre el arte y el espectáculo con la misma precisión con la que antes caminaba sobre cuchillas.
Abramović ha hecho del tiempo un material de trabajo. No busca la belleza, sino la tensión. En una época donde el arte se disuelve entre el algoritmo y la mercancía, su presencia —a veces sobreactuada, a veces sublime— recuerda que el cuerpo sigue siendo el territorio más radical de todos. Su obra puede gustar o irritar, pero nunca deja indiferente.
Quizá lo más provocador de su carrera no sean las heridas ni las horas inmóvil, sino su decisión de volverse marca. De apropiarse de su figura, su historia y su sufrimiento como capital simbólico. En un sistema que exige a las mujeres artistas pureza o sacrificio, Abramović decidió elegir la supervivencia. Se permitió habitar el lujo, sí, las cirugías estéticas también, sin pedir perdón y mucho menos disculpas, convertir la contradicción en método y la incomodidad en legado.
Y es que en el arte se les celebra mucho a los señores la disrupción, la desconexión y la fascinación por la opulencia —Dalí, Bretón, Basquiat—, todos un poco mejores empresarios que artistas. Pero cuando se trata de una señora artista, la cosa se pone seria. Vaya… Eso abre otra conversación.