
Por Sergio Almazán
María y la doña. Su figura es resultado de un ensayo íntimo de la joven e inexperta actriz de enorme belleza fílmica quien descubre en el personaje del escritor Rómulo Gallegos Doña Bárbara a su alter-ego e identidad pública. A partir de aquel 1943, la actriz fue rebautizada como la Doña, y con ese personaje y persona en su cuerpo expresó su carácter y ejecutó sus diversos papeles: maestra, revolucionaria, prostituta, esposa, amante, mujer sofisticada, hacendada, diosa y mística. Aunque solo un registro fue el eterno femenino de sus interpretaciones: María Félix.
Tal como afirmó el poeta y escritor ganador del Premio Nobel Octavio Paz, María Félix nació dos veces: “sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí misma”. “María no es una actriz, es una estatua que se mueve”, escribió Paz. Ella usó pantalones en la pantalla antes de que fuera común —o legal en algunos casos— en el espacio público, se reveló ante el machismo con la intuición personal del derecho a tener voz y votar mucho antes que las mujeres pudieran acudir a las urnas o ser votadas en México. María Félix peleó a contracorriente en una época en la que el mundo era de los hombres y ser la jefa de una familia monoparental era juzgado con la moral sistémica.

La diva del cine de mexicano junto a Pedro Armendáriz en Enamorada (1946). Crédito: ENAMORADA (1946); FUNDACIÓN TELEVISA.
Con el personaje de la Doña metido en el cuerpo, María tuvo el valor de exigir un lugar en la industria, un nombre propio en el imaginario colectivo de nuestra sociedad de aquella mitad del siglo XX que se encaminaba a la modernidad internacional, pero aún cargada de prejuicios machistas. Fue con el disfraz y la máscara de diosa libertaria que alzó la voz y las cejas, con actitud desafiante dentro y fuera del set. María Félix rompió los moldes de los arquetipos femeninos en la industria del cine y el entretenimiento en Hispanoamérica, revalorizando el papel de las actrices y de las mujeres en el espacio público a través de sus personajes que le dieron la identidad de ídolo, diva y mito.
El poder de su presencia, la fuerza de su carácter, la autodeterminación, el éxito, la fama, el asedio, el dinero, la admiración, el reclamo, y su mítica figura la llevaron a la inmortalidad. Su cuerpo físico dejó el mundo en la misma fecha de su nacimiento, el 8 de abril, pero con 88 años de distancia; casi como si hubiera elegido o planeado el inicio, el fin y su memoria. Es desde ese misterio poderoso de personaje-persona que la Doña encarna el mito y la máscara como ningún otro personaje del cine mexicano lo había hecho. Una dualidad solo lograda por otro personaje de nuestra cultura mítica: la Coyolxāuhqui, diosa lunar de la cosmogonía mexica. Ambas comparten una misma identidad: ser cuerpos celestes que podemos ver e incluso fotografiar a la distancia. Son criaturas oníricas terrestres y son etéreas partículas del firmamento a la vez.

María Félix conoció los mitos ancestrales de la cultura yaqui –una comunidad indígena asentada desde la larga franja costera y del valle de Sonora hasta la ribera sur del río Yaqui (de ahí su nombre)–, marcada por las serpientes, el desierto, su fuego intenso y cielos azules profundos. Ella se decoró los misterios de sus raíces en la piel con zafiros, diamantes y oro fundido en formas caprichosas de exóticos de reptiles o la pantera icónica de Cartier, que hizo suya. El mito de su belleza sublime se expresó en la profundidad oscura de su mirada, que supo dialogar con la cámara de Gabriel Figueroa en las múltiples cintas donde la actriz hipnotizó a sus espectadores con su voz fuerte y definitiva.
La Doña escenifica sentimientos acordes a su figura de diva: la envidia de sus detractores, la adoración de su público y el escrutinio de sus colegas, saliendo airosa y despreocupada del examen de la industria, de los suyos y los ajenos. Su legado es el imperativo de su presencia decorada, su máscara moldeada a la perfecta figura y semejanza de las diosas yaquis, la mujer que no se deja de nadie y la diva mexicana. Entre sus muchos rostros encontramos los de caudilla-latifundista en su última película La Generala (Juan Ibáñez, 1971), revolucionaria divina con sarape en la cinta La Cucaracha (Ismael Rodríguez, 1959) o el sublime éxtasis en el icónico filme Tizoc (Ismael Rodríguez, 1957). De las 47 películas que realizó, especialmente en estas tres anuncia la nueva psicología de las mujeres de su época, evocando la revolución armada. Ella inaugura una nueva batalla contra el arquetipo tradicional de la mujer, rompiendo los moldes acartonados de la indígena idílica que pintó Diego Rivera en los muros de los edificios oficiales del Estado. ¿Acaso es ella o su figura mítica? Ambas: su personaje es ya parte inseparable de su persona.

Y a partir de esa consagración del personaje y la persona, la Doña se crea una biografía, se hace de un halo de misterio, se decora hasta la exageración, se moldea y gesticula de forma única, y se vuelve inalcanzable, resistiéndose al olvido. La gran creación y la cúspide de su carrera es ella misma.
No es azaroso que Gabriel Figueroa inaugurara el primerísimo primer plano del cine mexicano con los ojos de María en un movimiento casi imperceptible de sus párpados en un claroscuro. En una parte de su cuerpo, María Félix concentra todas las expresiones buscadas y anheladas por el espectador. A partir de la cinta Enamorada (Emilio Fernández, 1946), las miradas se dirigen no solamente a su actuación, sino a los detalles del rostro, de las manos y de las formas de pararse, convirtiendo la piel en una geografía de las emociones. Quizá por esa cualidad, la cultura patriarcal mexicana la miraba como amenaza, llenándola de adjetivos como rebelde, insumisa, caprichosa, engreída, desdeñosa, rival y bruja.

Lejos de la diosa dulce y protectora del mito ancestral católico de la madre morena del Tepeyac, que representa la cúspide maternal de la cosmovisión del pueblo mexicano, María Félix es un mito moderno que descansa en una mujer real de carne y hueso, envuelta en luces y zafiros, ademanes y desdenes, de desafíos tradicionales y del nuevo poder de las mujeres. Esa dualidad, antes que contradicción, encierra una mujer real, terrenal y divina, y el misterio de su construcción más allá de la estrella del cine que la industria recreara en el Hollywood de los años 40 para el beneplácito de los espectadores.
Las divas como María Félix están rodeadas por un halo de misterio alimentado por su genialidad para responder ante los micrófonos de la prensa, su aire misterioso, la imaginación para transformar su cuerpo, su figura y su imagen. María es imagen y la Doña es enigma, y desde ese escenario se manifiesta, opina, refrenda su belleza, su desdén, emite juicios, rompe moldes y construye su propio arquetipo, lo que solo las divas tienen como premio de su renuncia y reinvención: la eternidad.