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Carolina Chávez Rodríguez

Si el alma tiene aroma, en México huele a pan de muerto… Uf, y a tanta otras cosas, A finales de octubre, los hornos se encienden, las mesas se cubren de flores y la memoria se sazona con canela y piloncillo.
La comida del Día de Muertos no se prepara solo para comer, se cocina para invocar, para recordar, para reunir a los que están y a los que ya no.

Desde tiempos prehispánicos, el alimento ha sido el puente más íntimo entre los mundos. En las casas, en los altares y en los panteones, los platillos adquieren un carácter simbólico: son ofrenda, tributo y diálogo con los difuntos. Lo que se sirve no busca sorprender en sentido estricto, sino repetir el gesto amoroso de siempre, ese que conserva la receta de la abuela o el gusto preferido del padre.

Pan y mole 

Ninguna celebración estaría completa sin el pan de muerto, masa de huevo y azúcar que se integra, según la región, con piloncillo, ceniza o ralladura de naranja. Su forma circular representa el ciclo de la vida; las tiras que lo adornan, los huesos y lágrimas que acompañan ese tránsito.
En algunos pueblos, se prepara con figurines de migajón y rostros de santos. En otros, se hornea en silencio, como si cada pan contuviera el nombre de quien regresa.

A su lado, nunca falta el mole, infalible alquimia de chile, cacao y paciencia que honra la complejidad del alma mexicana. Es el platillo que más se repite en las ofrendas, porque el sabor del mole no envejece, no pasa de moda.

También están los tamales, los atoles, las calaveritas de azúcar, las frutas de temporada y los dulces de alfeñique. Cada uno cumple una función simbólica y afectiva: nutrir el alma que regresa y recordarle a la familia lo que significa seguir juntos.

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El altar como mesa viva

El Día de Muertos no es una ocasión de lucimiento gastronómico, sino de fidelidad a la memoria. Cada platillo preparado parte de la historia familiar: de quién lo cocinaba, cómo se hacía y a quién estaba destinado. Más que una receta, es un acto de amor que recupera los gestos cotidianos del pasado y los pone nuevamente sobre la mesa.

El altar es, en ese sentido, una mesa viva: una coreografía doméstica del recuerdo. Los deudos llaman por teléfono, buscan viejos recetarios, preguntan “¿qué le gustaba a la abuela?”. Cada ingrediente tiene una intención, cada guiso una historia.

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Oaxaca y los sabores de la tierra

En Oaxaca, la comida de Día de Muertos alcanza su expresión más poética.
El tamal de amarillo —uno de los siete moles oaxaqueños— se envuelve en hoja de milpa y se acompaña con chocolate caliente o atole de cempasúchil, un invento reciente que tiñe de oro los vasos.
El pan de yema, adornado con figuras de migajón, se convierte en una pequeña obra de arte efímero.
Y, claro, el mezcal se sirve como ofrenda y comunión: una bebida que no se bebe, se comparte.

Ahí, la comida no es adorno ni anécdota. Es lenguaje ceremonial, parte del sistema de creencias que mantiene la conversación con los muertos.

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El sabor como identidad

“El Día de Muertos es el momento de preguntar el nombre de nuestros muertos y, si sabemos, nombrarlos a nuestros niños”, insiste Llanes Cañedo.
Cocinar en estas fechas es una forma de educación emocional y cultural: enseñar a los más jóvenes a mirar atrás con gratitud.

En palabras de la especialista Fátima Housni, del Instituto de Investigaciones en Comportamiento Alimentario y Nutrición, la gastronomía de esta festividad también es un reflejo de la evolución social.
“La dieta no es estática —afirma—, cambia con nosotros. Lo que permanece es el deseo de recordar a través del alimento”.

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Comer para recordar

En cada tamal, en cada taza de chocolate, hay una conversación suspendida en el tiempo.
La comida del Día de Muertos no busca sorprender al paladar: busca reconectar con lo humano, con esa ternura que sobrevive en los gestos más sencillos.

Cada bocado es una forma de decir: todavía te recordamos.
Porque en México, la memoria también se come.


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