Alejandro González Iñárritu, fotografiado el pasado 4 de octubre en LagoAlgo, Ciudad de México, antes de la presentación de la exposición con la que el cineasta celebra el 25º aniversario del estreno de la película Amores Perros.

Por Kira Álvarez

Fotografía por Maureen M. Evans

La tarde cae sobre el bosque de Chapultepec de la Ciudad de México y la superficie del lago parece resoplar. Es 4 de octubre y Alejandro González Iñárritu vuelve a casa. No lo hace como el cineasta que regresa a corregir el pasado, sino como alguien que comparte el tesoro encontrado: las cintas olvidadas de la película Amores Perros (2000), rollos de celuloide que creía perdidos y que, por azar, sobrevivieron durante años en los archivos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Tenía claro que no haría una secuela o un director’s cut, así que decidió darles un espacio donde pudieran existir por sí mismas. Así nació Sueño Perro, la instalación que reinterpreta los fragmentos no empleados de su ópera prima, justo 25 años después de su estreno. En LagoAlgo, entre árboles y reflejos, la tarde se vuelve una cámara viva. Es el día de la inauguración y el director se alista para las diferentes actividades, algunas de ellas con cómplices de vida como Gustavo Santaolalla, Rodrigo Prieto, Vanessa Bauche, Gael García Bernal, Guillermo Arriaga o Goya Toledo, todos ellos testigos de un regreso que no mira hacia atrás, sino hacia adentro. 

El aire tiene ese olor inconfundible de la ciudad después de la lluvia. Adentro, el espacio vibra, como si fuera un túnel de imágenes que tiemblan con ecos de perros, de cláxones y de ruidos envolventes. “Más de un millón de pies de película [304,000 metros] quedaron en la mesa durante la edición de Amores Perros”, dice González Iñárritu. “Dieciséis millones de fotogramas enterrados durante 25 años en los archivos de la UNAM. Con el aniversario sentí la urgencia de volver a explorar esos fragmentos, con el grano y los fantasmas del celuloide que contienen. Despojada de toda narrativa, esta instalación no es un tributo sino una resurrección, una invitación a sentir lo que nunca fue. Como encontrar a un amigo de toda la vida que, en realidad, jamás habíamos conocido”, añade el director.

No hay solemnidad en su voz, sino una certeza serena, una convicción sin arrogancia. “La intensidad, disparidad e interdependencia de este gran experimento antropológico llamado Ciudad de México sigue siendo la misma. Su violencia es aún peor. Sin embargo, la dulzura de la gente aún no desaparece. La espina y premisa central de Amores Perros es atemporal y no cambiaría nada”, responde sobre las diferencias contextuales existentes entre la capital de comienzos de siglo y la actual.

Vista general de la exposición Sueño Perro, con la que González Iñárritu transporta al espectador a la Ciudad de México de comienzos de este siglo.

Afuera, el murmullo de Chapultepec —motores, ladridos, sirenas— se mezcla con los sonidos de la instalación. González Iñárritu sonríe al reconocer el entorno que definió su narrativa. “La gramática visual que elegí tenía como fin servir a la historia, al punto de vista y a las necesidades emocionales de los personajes. Tenía que ser urgente, inmediata, asimétrica; la cámara debía respirar con ellos. Más allá de si lo logré o no, para mí sigue siendo el lenguaje y la arquitectura ideal para esta crónica”, relata.

Al desarrollar Sueño Perro para instituciones como la Fondazione Prada o LagoAlgo y (próximamente se estrenará en el LACMA de Los Ángeles), sus artificios cinematográficos se traducen en conceptos espaciales, particularmente en términos de tiempo, atención y presencia corporal. “Me encanta la posibilidad de jugar y explorar ideas y sensaciones físicas en estos espacios”, señala. “Me siento como cuando jugaba a preparar una casa de los sustos con mis hermanos y amigos en mi habitación cuando era niño. A diferencia de mostrar el mundo a través de un orificio con imágenes bidimensionales a una audiencia pasiva, Carne y arena (2017) y ahora Sueño Perro han sido una oportunidad para invitar a una audiencia a experimentar física y sensorialmente un espacio de una forma activa y personal. Cuando llevas a cabo una secuencia en una película, tienes no solo que imaginarla y escribirla sino también diseñar el espacio físico, la luz y todos los objetos y elementos sonoros que la componen. Sueño Perro es una extensión de esas herramientas cinematográficas, pero ahora invito a la audiencia a caminar dentro de la experiencia”, apunta el cineasta sobre una muestra en la que cada visitante se convierte en parte del montaje. Apenas unos segundos después, González Iñárritu levanta la mirada hacia las luces suspendidas y habla del cine mexicano con la serenidad de quien ha sobrevivido a su propio mito. “Me parece que el paisaje ha cambiado positivamente en unas cosas y ha quedado igual o peor en otras. Por ejemplo, de producir siete películas al año hace 25 años, hoy se producen 125. Sin embargo, solo un 10 por ciento llegan a exhibirse y aún menos tienen buena audiencia. Con la tecnología digital, nunca había sido tan fácil hacer una película, y nunca habían existido tantos canales para verlas. No obstante, la calidad y el rigor no han sido equivalentes. Es como cuando en el siglo XVII los violines y pianos se empezaron a fabricar para que la gente común, aparte de los músicos de orquesta, pudiera tenerlos en casa. Se creyó que habría miles de Mozart en cada barrio. Y no fue así”. Y añade: “Hoy existe inversión independiente, nacional y extranjera, fuera del subsidio e interés temático del gobierno. Hay libertad aparente, pero no real. La que interesa y gusta a esos inversores sirve más a intereses comerciales y algoritmos que a visiones artísticas y personales”.

Es inevitable cuestionarle acerca de la migración, un hilo que atraviesa toda la ética y estética de su filmografía, sobre todo en los tiempos nebulosos que estamos cruzando. Explica que su relación con este fenómeno global comenzo con Babel (2006) y se desarrolló con Biutiful (2010) y Carne y arena. “Es un tema intrínseco en mi existencia, y no solo artístico, sino psicológico, político, vital y experiencial. Bardo (2022) es mi película más íntima. Más allá de las circunstancias específicas de cada persona que ha emigrado, intenté compartir la experiencia personal y colectiva de ser inmigrante, una condición geográfica, emocional y metafísica que ha sido parte esencial de mi vida y mi familia por los últimos 25 años”, sostiene.

Dejamos caer el rumor de la posibilidad de pueda realizar una comedia y ríe. “El tempo y tono de la comedia es algo que no se puede escribir. Solo explorar y encontrar al hacerlo. La arquitectura y la música de una escena en la comedia es equivalente a estar ensayando una pieza de jazz. Es la improvisación y el instinto del instante, paradójicamente bajo la dictadura del rigor y la precisión. La comedia está intrínsecamente ligada a la tragedia. La tragedia humana es la fuente de la comedia. Y es el absurdo de nuestro comportamiento, nuestras ilusorias maneras de querer controlar lo incontrolable, lo que hace gracioso y trágico nuestra experiencia humana. El riesgo es siempre la tentación del chiste fácil. Una misma situación puede disparar una carcajada o provocar una profunda reflexión mientras te ríes. Todo es acerca del ritmo. Es mucho más difícil que el drama, pero mucho más gozoso si se logra algo valioso”, reflexiona el cineasta. 

El multi-ganador del Óscar por Birdman y The Revenant hace una pausa y continúa con esa mezcla de humor preciso y placer intelectual. Dice amar a Ernst Lubitsch, Billy Wilder, Woody Allen, Molière, Bertolt Brecht, Buster Keaton, Roy Andersson, Chespirito, Monty Python y Tin Tan, que adora las contradicciones habituales del género. “Me gustan la sátira y la tragicomedia que usan Molière o Brecht como herramienta política y los comentarios sociales y filosóficos de Andersson, Allen o Lubitsch”, reflexiona el director, quien considera a Tin Tan y Chespirito como “dos figuras enormes”. ¿Sus primeras carcajadas en un cine? A los 5 años en el cine Manacar viendo La fiesta inolvidable (1968) con Peter Sellers y dirigida por Blake Edwards.

El actor Gael García Bernal en un fotograma de la película Amores Perros.

Antes de dedicarse al largometraje, González Iñárritu trabajó como locutor de radio, productor de televisión, compositor de bandas sonoras para cine mexicano y fundó la productora Zeta Film, una experiencia que marcó su oído para el ritmo, el silencio y la musicalidad de la imagen. Nacer en la Ciudad de México, antes Distrito Federal, moldeó su sensibilidad y el impulso tragicómico de la desgracia, así como esa conexión con la muerte. “En México, la muerte es parte de la vida”, apunta. “Nuestra relación es íntima, irreverente, pero también solemne. No tanto como los nórdicos. El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman, en la versión mexicana hubiera sido una comedia en la que Mauricio Garcés domesticaría a la muerte con la risa y, en lugar de ajedrez, sacudirían el dolor con una cumbia o bailando de cachetito bebiendo mezcal. La presencia de los muertos en las culturas prehispánicas era celebrada en infinitos rituales y fiestas. Desafortunadamente, hoy en día en México, no es solo una realidad cultural y metafísica, sino también una estadística: la muerte se ha normalizado tanto que aparece en las noticias de cada día”.

Desde su punto de vista, existen temáticas impostergables a narrar desde el México actual tanto en un nivel social, como emocional y simbólico. La más fácil y obvia es la del mundo del narcotráfico. “La urgencia es la compleja causa de ese mundo siniestro que no solo hemos normalizado, sino que incluso celebramos y hasta exportamos”, dice mientras, afuera, el bosque parece responder con su propio silencio. 

La misma conversación nos dirige hacía otra pregunta inevitable, interrogo si consideraría dirigir una serie para alguna compañía de streaming. Niega despacio. “Aún no he hecho una serie de televisión. No creo ser la persona adecuada para eso. Requiere habilidades y talentos que no creo tener. La televisión exige cosas distintas al cine. La historia compite con todo lo que rodea al espectador: el refrigerador, el perro, el timbre, el baño, el celular… cualquier cosa capaz de romper nuestra ya muy frágil atención. Hace muchos años que no veo televisión. Muchos giros de trama, ganchos dramáticos al final de cada episodio para mantener al público fascinado… todas esas responsabilidades parecen inevitables para sostener la atención, y hacerlo bien es muy difícil. Admiro a los directores que logran hacerlo con rigor y visión”, dice poco antes de que la conversación derive hacia otros directores y mientras la tarde se estira y LagoAlgo se va transformando poco a poco preparándose para la fiesta que, al caer la noche, marcará la inauguración de la instalación, abierta al público hasta el 4 de enero de 2026. Confirma su admiración por directores actuales como Michael Haneke, Nuri Bilge Ceylan, Alice Rohrwacher, Andrey Zvyagintsev, Chloé Zhao y Paul Thomas Anderson, aunque no solo ellos. “Me encantaron Caught by the Tides (2024) de Jia Zhangke, Gran Tour (2024) de Miguel Gomes, Alcarràs (2022) de Carla Simón y Tardes de soledad (2024) de Albert Serra. Hay tantos, tan buenos, y gracias a Dios, todos tan diferentes…”, reconoce el director. Y si se habla de directores, inevitablemente hay que hablar de actores. Para González Iñárritu, el vínculo entre ambos no es de jerarquía sino de certidumbre: un diálogo que se sostiene en la búsqueda de la verdad. Cuerpos que habitan las emociones que el guión apenas insinúa. “Una colaboración exitosa entre un director y un actor o actriz se basa en la confianza. Ésta sólo puede existir cuando hay entendimiento. Ambos son responsables de la honestidad con la que se desarrolla esta relación”, asegura un director que, señala, ha tenido “la suerte de trabajar con los actores y actrices más talentosos del mundo y el privilegio de tenerlos aún como amigos”.

La muestra Sueño Perro estará abierta al público en LagoAlgo, Ciudad de México, hasta el próximo 4 de enero de 2026.

González Iñárritu vuelve sobre sí mismo, con la honestidad de quien no teme vaciarse: “Soy muy consciente de mis viejos hábitos y de la importancia de atarme las manos para no caer en ellos. Desde Biutiful, me he comprometido a hacer solo películas que no sé cómo hacerlas. Me encanta empezar desde cero y olvidar lo que sé y lo que he hecho antes. Me encanta aprender cómo hacer una película. Esa sensación de incertidumbre es lo más estimulante para mí”, desvela.

El atardecer se asoma para culminar su conquista. Las proyecciones en el interior parpadean como luciérnagas atrapadas en una caja de luz. El cineasta mira hacia dentro y sonríe con una serenidad que parece nueva. “Lo que me mantiene vivo es la curiosidad por hacer lo que aún no sé hacer”, augura el director.

Entonces se entiende que Sueño Perro no es una instalación sobre “lo que no fue”, sino una conversación viva —y sensorial— con el tiempo y la memoria. El celuloide, ese animal dormido, respira otra vez —como México, como sus personajes, como él mismo— en el límite exacto entre la sombra y la luz.

“En México, la muerte es parte de la vida”, dice González Iñárritu.

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