
Por Ligaya Mishan
Fotografías por Rinko Kawauchi
Para acompañar este ensayo, la fotógrafa japonesa Rinko Kawauchi creó una serie original, “Kaze Hikaru” (Respandor del viento, 2025), basada en lo que crece (como los ciruelos que aparecen en estas páginas) durante seis semanas entre febrero y marzo cerca de donde vive, en Futtsu, en la prefectura de Chiba. “El cambio de estaciones es un tema muy conectado a mi obra personal, así que surgió de manera natural”, comenta. “En particular, la transición del invierno a la primavera evoca emociones especiales: en Japón, la primavera marca el inicio del año nuevo, [con] graduaciones [y] el ciclo escolar. Es como el florecer de nuevos brotes: la gente entra en nuevas etapas de su vida.”
Caminamos en la fresca penumbra por la ladera del monte Wakakusa. Estamos a principios de noviembre y las tiendas están repletas de los alimentos del otoño japonés: sujiko, las dulces y rojizas huevas crudas de salmón, aún juntas aferradas a la membrana; sanma plateado y delgado, el pez sauri del Pacífico, delatando su frescor con un tono amarillo en los labios, como un beso mantequilloso; castañas peladas y arrugadas; uvas infladas como globos; caquis, peras y manzanas más grandes que un puño envueltas una a una en redes blancas; camotes asados, con grietas y costras que sugieren la caramelización; hongos matsutake con tallos gruesos y torcidos, atados en pares por 5,000 yenes (unos 675 pesos mexicanos) junto a crisantemos comestibles; y un único kabosu, un cítrico emparentado con el yuzu, del cual basta un chorrito del jugo para resaltar el sabor del hongo sin anular su aroma.
Aunque el gobierno japonés adoptó oficialmente el calendario gregoriano en 1873, el espíritu del calendario tradicional japonés persiste. Inspirado en el calendario lunisolar chino, introducido en el siglo VII por un monje budista de la península de Corea, divide el año en 72 kō, o microestaciones, cada una de apenas unos días, con evocaciones como “los peces emergen del hielo” (mediados de febrero), “la hierba podrida se transforma en luciérnagas” (mediados de junio) o “los arcoíris se ocultan” (finales de noviembre). Según esta trayectoria, el invierno ya empezó. Del 7 al 11 de noviembre es el momento en que las camelias asoman sus llamativas cabezas hechas bolita; según este sistema, la siguiente semana debería asentarse la helada en el territorio. Sin embargo, esta tarde en Nara la temperatura alcanzó los 22 grados y tuve que quitarme el abrigo y el suéter mientras arrastraba mi maleta cuesta arriba desde la estación de tren.

Durante el día, las calles de esta antigua capital del siglo VIII están atestadas de turistas, que vienen a rendir homenaje (o simplemente a subir fotos a Instagram) a los 1,300 ciervos sika salvajes, los cuales, santificados como mensajeros de los dioses, deambulan libres por la ciudad. Aunque más bien suelen quedarse quietos, obstruyendo las banquetas, levantando los ojos húmedos con —¿cansancio del mundo? ¿indiferencia?— mientras suenan los clics de los teléfonos. Son santos revoltosos: Hay letreros que advierten que los machos, en particular, pueden patear, morder y embestir. Hasta el momento uno ya trató de morderme la manga. (El antiguo depredador del ciervo, el lobo de Honshu, también venerado en santuarios durante los años, se cree extinto debido a la cacería desde principios del siglo XX, tras una epidemia de rabia que convirtió a muchos en agresivos asesinos de boca espumosa. En la aldea maderera de Higashi-Yoshino, a unos 50 kilómetros en las montañas Kii, una estatua honra al último, abatido en enero de 1905; su piel y cráneo se conservan en el Museo de Historia Natural de Londres).
De noche, mi amiga y yo caminamos solas con las casas de madera baja a la izquierda y la silueta del monte a la derecha. Cuando se acaban las casas, hay suficiente luz de la luna en cuarto creciente para seguir hasta encontrarnos con las linternas de Nigatsudo, uno de los templos del complejo monumental Todaiji. Subimos los escalones de piedra y vertemos agua fría de la fuente sobre nuestras manos para purificarnos. A esta hora, todas las puertas están cerradas. Ese es el precio de haber perdido a la multitud. Desde el balcón, famoso por su vista panorámica de Nara, no vemos más que oscuridad. Pero cuanto más callado está, más podemos escuchar. El silencio se tensa. Luego, un sonido agudo y escalofriante atraviesa el chirrido de los grillos (18-22 de octubre: “los grillos cantan a orillas de la puerta”). Se repite, cada alarido estallando y cayendo como un spray de fuegos artificiales. No es un chillido, ni aullido, ni ladrido: más bien el “quiiiii” de un halcón. A tientas, empiezo a grabar con el teléfono. Los ciervos están llorando.
El poeta del siglo XVII Basho fue el primero en transcribir fonéticamente el llanto del ciervo como “bii”, eterno y persistente hasta volverse apenas un “iiiiii”. Sin embargo, se ha utilizado el sonido como un tropo otoñal en la literatura japonesa desde hace por lo menos unos 1,200 años. El “Hyakunin Isshu”, una antología compilada en el siglo XIII que aún se enseña en las primarias, incluye este poema, supuestamente escrito para un concurso auspiciado por un príncipe imperial a finales del siglo IX:
En este mundo
no hay, en verdad, camino.
Incluso en lo profundo de estas montañas
a las que he entrado, decidida,
parece que oigo llorar al ciervo.
La gramática es ambigua: ¿quién ha entrado —la poeta o el ciervo? ¿Acaso es esa incertidumbre el punto? ¿Al leer el poema, nos volvemos también poeta y ciervo, vagando solitarios en una estación de finales?

A decir verdad, la primera vez que escuché el llanto del ciervo, me pareció inquietante. Se percibe como una especie de gemido obsesivo, entre un chillido y el sonido de una bala, como la voz acusadora de un ratón secuestrado royendo en el borde de la conciencia. Sólo más tarde, al volver a escuchar la grabación, el sonido se volvió triste y etéreo, como seguramente lo escucharon en la antiguedad. Nuestro mundo les resultaría irreconocible, y sin embargo, cada otoño, los ciervos siguen llorando, después de todos estos siglos, inconsolables.
Las estaciones fueron fundamentales en la vida de los primeros seres humanos, cuya supervivencia dependía de anticipar y adaptarse a los cambios del clima. Con herramientas limitadas para controlar los elementos, las personas en todo el mundo idearon ceremonias elaboradas (y en ocasiones, sacrificios de sangre) con la esperanza de satisfacer y aplacar a dioses volubles capaces de lanzar una helada letal o una nube de langostas en un parpadeo. Los calendarios más antiguos de los que tenemos registro —una serie de fosas mesolíticas en Escocia, dispuestas hace casi 10,000 años para captar el amanecer en el solsticio de invierno; la división sumeria del año en dos estaciones, siembra y cosecha; el sistema maya de ciclos solares y sagrados entretejidos que sigue siendo increíblemente preciso hoy— servían tanto para predecir como para administrar. Los rituales, como actos repetidos relacionados con momentos en el tiempo, eran esenciales. “Estructuran el tiempo, lo amueblan”, escribe el filósofo Byung-Chul Han en “La desaparición de los rituales: una topología del presente” (2020). “Son al tiempo lo que una casa es al espacio: hacen el tiempo habitable.”
Buena parte de nuestra reverencia por las estaciones ha desaparecido conforme la tecnología nos hace creer que hemos vencido al tiempo y al espacio. Los invernaderos, la refrigeración y la ingeniería genética nos permiten comer lo que queramos cuando queramos (si contamos con los recursos para hacerlo). Las y los ciudadanos de los países desarrollados pueden imaginarse fuera del dominio de la naturaleza, incluso cuando las temperaturas se disparan, las cosechas se secan, los glaciares se derriten y los incendios arrasan.

Sin embargo, en el Japón contemporáneo las estaciones son tanto un marco ontológico como un fenómeno observable. Desde hace más de mil años, el compromiso con honrar las variaciones infinitesimales de la trayectoria solar ha moldeado el pensamiento y la cosmovisión como quizás en ningún otro lugar del mundo.
Esta perspectiva se manifiesta tanto en las artes más elevadas como en el kitsch de la cultura de masas (como me recuerda, al verlo en el supermercado, un peluche morado con forma de racimo de uvas junto a las uvas reales, como parte de la abundancia otoñal); en la reverencia por el kaiseki, la sofisticada comida de varios tiempos que ha influido la cocina japonesa moderna, y en los tentempiés del konbini (tiendas de conveniencia), como los vasitos de pudín de calabaza kabocha y los Mont Blanc coronados con hilos de crema de castaña que inundan las estanterías de los 7-Eleven en esta época del año; y en las decenas de festivales estacionales, grandes y pequeños, en los que puedes reunirte para contemplar la luna llena en un cielo otoñal sin nubes. o hacer una larga fila para comer sanma fresco, conocido como el “pez del otoño”, con miles de ellos asados en parrillas al aire libre y repartidos gratuitamente por cocineros con lentes protectores para no llorar con el humo.
Como escribe el académico literario Haruo Shirane en “Japan and the Culture of the Four Seasons” (2012), la estacionalidad ha sido un tema dominante en casi todos los géneros culturales. Está presente en la literatura, el teatro, la pintura, las artes decorativas —desde el ikebana hasta el byobu (biombos)— y en la gastronomía, antaño considerada ajena a lo estético pero enaltecida durante el periodo Edo (1603-1868), cuando el centro del gobierno se trasladó a la costa, particularmente en el kaiseki y el wagashi (dulces tradicionales), concebidos tanto para ser contemplados como para la alimentación física y el placer sensorial. Para el siglo XIX, los kigo, palabras que en la poesía formal señalan estaciones específicas, ya se contaban por miles.

¿Es el destino una cuestión geográfica? Japón padece uno de los climas más extremos del mundo: veranos hinchados de humedad sofocante y lluvias monzónicas comparables a las tropicales, e inviernos con nevadas de las más intensas registradas. Además del asedio de terremotos, tsunamis y tifones. En contraste, la representación de la naturaleza en la cultura japonesa es en su mayoría idílica y armónica —“lo que la sociedad aristocrática querría que fuera la naturaleza, en vez de lo que realmente era”, escribe Shirane: una respuesta ante “la amenaza constante de los aspectos salvajes y descontrolados de la naturaleza y la necesidad de defenderse de ellos.” (Incluso hoy, las representaciones de desastres naturales pueden causar malestar; en 2011, tras el terremoto submarino de magnitud 9.0 y el posterior tsunami que causaron casi 20,000 muertes, la querida película “Ponyo” de Hayao Miyazaki de 2008, donde olas furiosas arrasan un pueblo, fue retirada de la televisión por meses). Frente a la brutalidad del verano y el invierno, el otoño y la primavera —esas breves transiciones entre extremos— se convirtieron, en manos de poetas, en las estaciones más expresivas.
Era más fácil idealizar la naturaleza desde lejos. El lingüista y crítico británico Ivan Morris señala en “The World of the Shining Prince” (1964) que para los aristócratas medievales de Heian Kyo (hoy Kioto), capital entre 794 y 1868, viajar al campo —es decir, al resto de Japón— era una experiencia devastadora, en carretas de bueyes torpes que apenas avanzaban tres kilómetros por hora, tambaleándose por caminos borrados por la lluvia en ciertas estaciones. Pero el aislamiento de la corte Heian no era solo físico. Era un repliegue hacia el interior: Hacia el siglo X, el clan Fujiwara había tomado el poder político del emperador, dejando a su séquito con poco más que hacer que dedicarse a perfeccionar con meticulosidad las artes y la cultura japonesas.
Shirane relata una historia del siglo XIII sobre un monje que se topa con un niño que llora y asume que es por la caída de las flores de los cerezos. “No estés triste”, le dice amablemente, “no se puede hacer nada”. Pero el niño en realidad piensa en otras flores: las del campo de cebada de su padre, que si el viento derriba, no darán grano. No está contemplando la fugacidad de la vida. Teme pasar hambre.

Y, sin embargo, el monje no se equivoca. Ya sean flores de cerezo o de cebada, o una vida apagada como una vela, no se puede hacer nada. Los rituales y el refinamiento pueden ser evasión y defensa, incluso negación: un intento de ocultar la vular insistencia de las necesidades humanas —o lo contrario: una forma de abrazar el destino y darle sentido. Ver la belleza en ello.
Por la mañana, mi amiga y yo tomamos un taxi durante 20 minutos hasta la ciudad vecina de Tenri. Allí, entre cedros gigantes, rendimos homenaje en Isonokami Jingu, uno de los santuarios sintoístas más antiguos de Japón, cuya fecha de fundación se desconoce, aunque ya era prominente a finales del siglo III. Gallos con largas plumas negras en la cola, desplegadas como abanicos, picotean insectos en la grava. Es el tramo final de Yamanobe-no-Michi, un camino mencionado en registros del siglo VIII. Angosta y sin pavimentar, la parte del sendero más transitada hoy por excursionistas recorre unos 11 kilómetros hasta Sakurai, de templo en templo, más si se toman desvíos, todas las veredas que no tenemos tiempo de tomar: giros sutiles entre la maleza o escalones erosionados que se pierden en el camino hacia un pálido torii (o puerta) entre los árboles, marcando la frontera entre un mundo y otro.
Pronto el bosque da paso al campo abierto, donde las únicas multitudes son árboles de caqui, con los brazos extendidos y cargados de fruta dorada. Zigzagueamos por aldeas soñolientas y puestos improvisados de frutas y verduras en garajes y cobertizos de aluminio. Algunos son poco más que huacales amarillos apilados contra un muro o tablones sobre bloques de cemento. Nadie los atiende; el pago es un sistema de honor, con precios escritos a mano y, en un caso, una lata de cerveza colgada donde dejar el dinero.

Los caquis están por todas partes, redondos y agachados bajo sombreros de hojas, orbes en amarillo caléndula o naranja tigre, brillantes como manzanas acarameladas. Una vendedora nos ofrece gajos al pasar: pulpa moteada, crujiente y apenas dulce. Más adelante, la siguiente tanda es completamente distinta, son casi viscosos, se derriten en la lengua. En la entrada de una casa, nos sentamos con extraños en una mesa de picnic y pelamos con ansias el aluminio de un yaki-imo, camote asado cremoso, luego nos enfriamos los dedos con pedazos de caqui brillante, que aquí saben a miel y son suaves sin perder su forma. La persona que nos recibió nos sirve té de hoja de caqui, suave y vegetal, y del vapor brota el aroma soleado de la fruta.
Así como hay microestaciones dentro de cada estación, también las hay en la vida de un ingrediente. Hashiri es la palabra que se usa para los primeros días, cuando el ingrediente aún está formándose y ofrece resistencia, su mordida es vigorizante y limpia. (A veces es demasiado pronto, como con los caquis que resecan la boca con sus amargos taninos). “Durante el frío del invierno te emociona ver los primeros brotes de bambú, pues sabes que la primavera se acerca”, dice el chef Zaiyu Hasegawa, de 46 años, aclamado por su moderna reinvención del kaiseki en Den, Tokio. (Hatsumono es otro término para este momento: literalmente, “las primeras cosas”). El chef Yoshihiro Imai, de 42, cuyo sereno restaurante trazado por sombras, Monk, está cerca del camino junto al musgoso canal, conocido como el Paseo del Filósofo en Kioto, ve en esta recurrencia anual una conexión con el pasado. “A inicios de junio llega la primera berenjena Kamonasu”, ocmenta, refiriéndose a una variedad local tan morada como un moretón. “Y desde hace mil años, la gente dice lo mismo: ‘Ahora sí es verano’”.
Estos pioneros suelen ser los más caros, pero, como nota Hasegawa con una sonrisa, “no los más deliciosos”. Ese honor es para shun, el punto óptimo, por ejemplo, cuando un caqui empieza a deshacerse, su carne se empieza a deshacer, lista para transformarse en mermelada, y puedes meterle una cuchara y comerlo. Incluso al final de su vida, cuando la fruta está pasada y es casi puré, tiene valor. Ayako Yuki, de 59 años, estratega de marca para Ikigai Fruits, que el año pasado empezó a exportar cosechas de pequeñas granjas japonesas a Estados Unidos,一incluyendo los melones Crown, cultivados uno por cada vid, con la cáscara masajeada a mano para potenciar su dulzura, luego empacados individualmente como si fueran whisky de lujo y vendidos en Japón por hasta 30,000 yenes (unos 200 dólares) en fruterías exclusivas, el regalo perfecto de alta gama para el jefe— cree que los últimos momentos de un melón pueden ser los mejores: su jugo se concentra, se vuelve profundo, y la intensidad de su sabor es flagrante.

La sintonía japonesa con las estaciones va más allá del concepto occidental de “de la granja a la mesa” 一una expresión que nació a principios del siglo XX como una iniciativa del servicio postal estadounidense para alentar a las y los consumidores a comprar alimentos directamente a quienes los producían. Esta idea fue retomada más tarde como un valor contracultural por chefs de California en los años 70 y por activistas del movimiento Slow Food en Europa durante los 80, quienes defendían ingredientes vinculados a su momento, su lugar y al trabajo de personas independientes, frente a la proliferación global de productos corporativos, procesados de manera intensiva. En este contexto, comer lo que está en temporada suele considerarse una elección política (y una posición de privilegio, ya que los ingredientes estacionales suelen costar más).
Esto tal vez explique por qué, pese a la abundancia de restaurantes con menús estacionales en todo el mundo —y la enorme popularidad de la cocina japonesa en el extranjero—, el kaiseki nunca ha ganado una audiencia significativa en Occidente. El problema no radica en su alto precio intrínseco, que suele alcanzar varios cientos de euros por persona. Para quienes pueden permitirse comidas así, lo esperado suele ser algo abiertamente lujoso en tamaño y contundencia, como una gran losa marmoleada de carne, o bien que empuje los límites y redefina por completo la experiencia de comer, como sucede en Noma (Dinamarca) o Central (Perú). De los tres restaurantes japoneses que figuran en la lista de The World’s 50 Best Restaurants de 2024, los dos mejor clasificados eran franceses. El único representante del kaiseki fue Den, donde Hasegawa se ha propuesto hacer la tradición más accesible para comensales extranjeros, incorporando foie gras a un monaka (una especie de wagashi, aquí presentado en un envoltorio de papel como podría encontrarse en un 7-Eleven), coronando una ensalada con una rodaja de zanahoria tallada en forma de emoji sonriente con ojos de corazón y sirviendo pollo frito relleno de arroz glutinoso en una caja de cartón al estilo KFC.
La cocina de Hasegawa es exquisita y precisa, pero también tiene un elemento teatral. Una comida en Seiwasou, uno de los templos de kaiseki en Kioto, es más silenciosa, una sucesión de platos de austera belleza, donde cada uno de sus delicados bocados se vuelve más vívido precisamente por la poca cantidad, y por su fugacidad: con cada día que pasa, los ingredientes cambian sutilmente de sabor, hasta desaparecer. La última etapa de la vida de un alimento es nagori, que se traduce como “vestigio” o “resto” y está cargado de la tristeza de la despedida —o, según cómo se mire, del gozo glotón de aprovechar una última oportunidad para disfrutar aquello que da placer. Para aquellos realmente iluminados, puede ser ambas cosas a la vez. “Es nostálgico”, dice Hasegawa. “Gracias y hasta el próximo año”.

Para Imai, la cosecha de cada estación tiene un propósito y una historia: el amargor de los vegetales de montaña en primavera para ayudarte a eliminar lo que se ha acumulado durante el invierno; la jugosidad refrescante del pepino y la berenjena en verano; el alivio del otoño cuando el calor cede seguido por la soledad de las plantas al morir.
El invierno pasado, mientras trabajaba en su granja en las montañas al norte de Kioto, el chef se sorprendió al quitar una capa de nieve y encontrar “una pequeña planta que había sobrevivido a la loca noche de invierno”, recuerda. “Yo no habría sobrevivido. Le tengo mucho respeto”. Son las verduras quienes escriben el menú, dice. Es decir, lo escriben las estaciones, esta narrativa que se repite sobre sí misma año tras año.
Pero las estaciones están cambiando. El verano pasado fue el más caluroso del que se tiene registro, y las cosechas de arroz koshihikari quedaron prácticamente fosilizadas en los campos. Ante la escasez que siguió, con las reservas del sector privado en mínimos históricos, algunos supermercados solamente permitieron a sus clientes comprar una bolsa por hogar. El aumento de la temperatura del mar y la disminución del caudal de los ríos han privado a las algas marinas de nutrientes esenciales, lo que ha provocado cosechas escasas y decoloración. (“Cuando los pescadores sacan las algas del agua, están amarillas en vez de negras”, dice Yuki). Los peces que antes nadaban en las aguas frente a Kyushu migraron hacia Hokkaido, donde los pescadores locales no tienen experiencia en esas especies. Hace seis años, a principios de abril, mi primera comida en Den terminó con una olla de arroz cuyo interior, al levantar la tapa, revelaba una constelación de sakura ebi, camarones rosas diminutos y translúcidos, esparcidos como flores caídas; ahora, dice Hasegawa, estos camarones pueden retrasarse tanto que se sirven junto con el maíz en verano. “Una nueva idea”, reflexiona.
El cambio climático ha alterado los sistemas alimentarios en todo el mundo. También está alterando el tiempo. Pues las estaciones son la base de todo calendario, y ¿qué es un calendario sino nuestro torpe intento humano por domar y contener un tiempo indomable, del cual nunca tenemos suficiente? La forma en que una sociedad divide sus días —las horas que asignamos al trabajo y al descanso, cuándo elegimos celebrar o hacer duelo— dice mucho sobre su resistencia o su rendición ante el ciclo de la vida humana, y si esta se concibe como un camino individual o colectivo.

En Occidente, el invierno es símbolo de desolación y aridez, una noche oscura del alma. Pero la primavera trae consigo la resurrección —una victoria sobre la muerte y sobre el orden natural. Esto refleja una visión donde la naturaleza es dominio del ser humano y algo que debe someterse. En cambio, para los japoneses, escribe Morris, el lingüista británico, “el hombre es parte integral del mundo natural, y su papel no es luchar contra la naturaleza sino ponerse en armonía con ella y, si hace falta, sufrir sus inconvenientes” —reflejando tanto el animismo del sintoísmo, la religión local del país, que sostiene que el espíritu habita en todas las cosas, y la primera de las nobles verdades del budismo: que el sufrimiento es simplemente parte de la existencia. Aquí las estaciones no son una metáfora. Son algo que se vive, con ellas, y a través de ellas. “En la tristeza hay una especie de belleza”, me asegura Imai.
El 6 de noviembre, un día antes de que aterrizara en Tokio, cayó una ligera capa blanca sobre el monte Fuji —la fecha más tardía en que ha nevado en otoño desde que se tiene registro en 130 años. Cuando reservé mis boletos de Shinkansen (el tren bala) de Tokio a Kioto y de regreso, solo quedaban unos pocos asientos junto a la ventana del lado con vistas al monte. Estaba decidida a contemplarlo, pero mi cuerpo aún vivía a medias en el horario de Nueva York y, en ambos trayectos, me quedé dormida.
Ahora pienso en ese pico invernal que no vi, en los senderos que no tomé, en la oscuridad desde el balcón del templo en Nara. Y encuentro otro poema en el “Hyakunin Isshu”, este del siglo XII:

En las montañas profundas,
pisando hojas de arce,
el ciervo brama.
Al oír su lamento,
el otoño se vuelve triste.
Y ahí está: Quii. Quii. Quii.