
Por Javier Fernández de Angulo
Pocas veces se presenta la oportunidad de ver de cerca 170 obras de uno de los grandes maestros de la historia de la fotografía. Hasta ahora. Desde el pasado mes de noviembre, la Fundación Marta Ortega Pérez (MOP) presenta en el Muelle de Batería del puerto de A Coruña, en Galicia (España), la exposición Irving Penn: Centennial, comisariada por Jeff L. Rosenheim, comisario responsable del área de Fotografía de The Metropolitan Museum of Art de Nueva York, y organizada en colaboración con la mencionada fundación. La muestra, cuyo origen se remonta a 2017, año en el que se cumplió el centenario del nacimiento del fotógrafo, está acompañada por un completo catálogo que incluye 300 imágenes (algunas de ellas inéditas) y podrá visitarse en la mencionada sede gallega hasta el próximo 1 de mayo.
La cuidada selección de fotografías, carteles y fondos de la exposición repasa con acierto la prolífica y versátil trayectoria de Penn, quien a través del retrato, la naturaleza muerta y el documental imaginó un universo capaz de moverse entre lo trascendente y lo mundano; entre Twelve Beauties (1947), un encargo para la revista Vogue protagonizado por 12 modelos, y el minucioso detalle de una flor en primer plano.

Grandes personalidades del siglo XX, como Marcel Duchamp, Pablo Picasso, Truman Capote o la actriz Marlene Dietrich posaron ante el objetivo de su cámara, habitualmente en escenarios sencillos que permitían a los retratados desnudar su alma y su interior guiados por su creatividad. Así ocurrió por ejemplo con la modelo Jean Patchett, a quien inmortalizó descalza en 1949 en Lima (Perú) en un momento de relajación durante la sesión. Aunque no solo trabajaba con celebridades. En Cusco (Perú), Penn fotografió a una comunidad indígena quechua con el objetivo de eliminar los estereotipos que rodeaban a los pueblos originarios, y algunas de sus obras más reconocidas están protagonizadas por ciudadanos fabulosamente vestidos de países como Marruecos, Benín, Nueva Guinea o el hoy desaparecido reino africano de Dahomey.
Porque uno de los grandes anhelos del fotógrafo estadounidense era tratar de buscar los límites que la propia fotografía ofrece como arte. Por ese motivo, Penn podía trabajar con un rostro hermoso, pero también con un cenicero lleno de colillas o con unos labios junto a un taladro para así ironizar sobre el martirio de la belleza. Decía Ivan Shaw, director de fotografía de Vogue, que todo lo hacía bien: retrato, moda, objetos… No en vano, para Penn, tal y como él mismo señalaba, un pastel también podía ser una forma de arte. Era la suya una mirada nueva, límpida, con líneas que a priori podían parecer simples, pero también contextual y coyuntural.

Nacido en Plainfield, Nueva Jersey (Estados Unidos), en una familia de inmigrantes de origen ruso, Irving Penn tuvo en su padre, relojero de oficio, a una de sus grandes influencias de infancia. De su profesión heredó la precisión a la hora de componer sus imágenes, propulsora de la trayectoria que estaba por emprender. En la década de los años 30 estudió pintura en la Escuela de Artes Industriales de Filadelfia, donde conoció a Alexey Brodovich, director de Arte de Harper’s Bazaar, para quien trabajaría tiempo después como asistente. Más tarde, coincidiría con otro referente de la industria editorial, Alexander Liberman, director de Arte de Vogue, el primero que le animó a emprender una carrera como fotógrafo. Dos encuentros que marcaron tanto su futuro como el viaje iniciático que comenzó en 1941 y que le cambiaría la vida.
Durante meses, Penn deambuló por el sur de Estados Unidos y México pintando y tomando fotografías. Tras su regreso a Nueva York, decepcionado con su trabajo, destruyó todas las pinturas. Las imágenes, sin embargo, llegaron hasta Liberman, quien decidió enviarlo a recorrer el mundo para fotografiar moda y tomar retratos. Al final de la Segunda Guerra Mundial, Irving Penn ya era un fotógrafo de prestigio, dueño de un portafolio de instantáneas tan impactantes como singulares y disruptivas para el momento histórico.

Además de todos esos encargos, Penn también emprendió un importante proyecto personal, fotografiando desnudos a corta distancia en el estudio y experimentando con la impresión final para “romper con la suavidad de la imagen”. Un nuevo enfoque de la fotografía que surgió como consecuencia de una profunda reflexión sobre figuras históricas de la historia del arte como Rubens. Las imágenes, sin embargo, fueron consideradas demasiado provocativas para el momento histórico y no se mostraron durante décadas.
En 1950, Penn fue enviado a París para fotografiar las colecciones de Alta Costura para Vogue. Allí trabajó en un estudio con luz natural y una vieja cortina de teatro como telón de fondo y tuvo la suerte de contar con una extraordinaria modelo llamada Lisa Fonssagrives, a quien había conocido por primera vez en 1947, una de las más solicitadas de la época. “Cuando Lisa entró, la vi y mi corazón latió rápido. Nunca tuve ninguna duda de que era ella”, declaró entonces el fotógrafo. Ambos se casaron en Londres en septiembre de 1950.

“Penn trataba a todo el mundo por igual, fueran personas célebres o no”, señala el curador Jeff L. Rosenheim. Y con ese espíritu quiso Penn fotografiar los “pequeños oficios”: carniceros, panaderos y obreros con sus uniformes y ropas de trabajo, habitantes de un mundo más auténtico que el de la moda sofisticada de la época.
Los viajes de Penn para Vogue aumentaron entre 1964 y 1971, llevándolo a Japón, Grecia, España, Dahomey, Nepal, Camerún, Nueva Guinea y Marruecos. Como fotógrafo nómada ideó la construcción de un estudio en una tienda de campaña que se podía desmontar y trasladar de un lugar a otro con facilidad, un ejemplo del utilitarismo puesto en función del arte. “En este limbo [de la tienda de campaña] existía para nosotros la posibilidad de un contacto que para mí era una revelación y, a menudo, podía decirlo, una experiencia conmovedora para los propios sujetos, quienes, sin palabras, solo con su postura y su concentración, podían decir mucho que colmaba el abismo entre nuestros diferentes mundos”, reflexionaba.

Además de su talento para explorar e indagar sobre la condición humana y su contexto, Penn fue también un detallista y un excelente impresor de su propia obra. Seguía con detenimiento cada paso del proceso de producción, desde la composición y el diseño, hasta la calidad de los materiales finales, una obsesión que nació para él en la década de los 40, cuando comenzó a experimentar con los efectos que el papel podía provocar en la visualización del trabajo final, además de con catalizadores para el revelado. Tanto fue así que a comienzos de la década de los 70, Penn decidió cerrar su estudio en Manhattan –“una catedral”, como lo definió la legendaria editora de Vogue Diana Vreeland– para mudarse a la granja familiar de Long Island y sumergirse en su laboratorio en el revelado con platino, el primer paso hacia algunas de las grandes series de su trayectoria profesional. Es el caso de Cigarettes (1972), presentada en el Museum of Modern Art de Nueva York en 1975, un desprecio al tabaco que había provocado cáncer entre algunos de sus allegados; Street Material (1975-76), mostrada por primera vez en The Metropolitan Museum of Art de Nueva York en el año 1977, y Archaeology (1979-80), exhibida en la galería Marlborough, también de Nueva York, en el año 1982.
La creatividad de Penn floreció durante las últimas décadas de su vida. Sus innovadores retratos, las naturalezas muertas, los editoriales de moda y las fotografías de belleza siguieron apareciendo regularmente en Vogue mientras continuaba trabajando en la impresión y en proyectos personales como la publicidad. Nunca dejó de mirar con entusiasmo las nuevas ideas y tendencias, construyó cámaras para fotografiar escombros en la acera, experimentó con una banda de luz en movimiento durante exposiciones prolongadas y con la impresión digital en color. “Una luz da vida, dos luces matan”, explicaba.

Irving Penn falleció en Nueva York en el año 2009 a la edad de 92 años. Durante su vida, creó la Fundación Irving Penn, ahora enfocada en la protección de su legado a través de actividades y muestras como la que ahora se puede visitar en A Coruña. Su mirada inmortal sigue vigente. Porque tal y como él mismo declaraba, “una buena fotografía es aquella que comunica un hecho, toca el corazón y transforma al espectador por haberla visto”.