
Por Javier Fernández de Angulo
Miguel Covarrubias (Ciudad de México, 1904-1957) fue uno de los más versátiles y cosmopolitas ilustradores del siglo XX. Un mexicano universal cuya obra (en grafito, acuarela, bolígrafo, tinta, lápiz, guache, óleo o carbón), en la que se unían con maestría el humor, el folklore y la vanguardia, fue admirada internacionalmente y que ahora puede verse en el Palacio de Iturbide la Ciudad de México donde la muestra Miguel Covarrubias. Una mirada sin fronteras estará expuesta hasta el próximo 31 de agosto gracias a la colaboración entre la Fundación Diez Morodo y Fomento Cultural Banamex y a la curaduría de Sergio Arroyo y Anahí Luna. Una muestra que recoge las etapas, paisajes, humores y estilos de un creador único.
Nacido en la capital mexicana el 22 de noviembre de 1904, Miguel Covarrubias comenzó su carrera a los 14 años y a los 19 viajó a Nueva York gracias a la ayuda del poeta José Juan Tablada. En la Gran Manzana se consagró gracias a sus ilustraciones y a sus dibujos de portada para revistas de circulación mundial que terminaron por proyectarle en el competitivo mundo del arte de la época, aunque también publicó best sellers como Impossible Interviews, realizadas entre 1932 y 1936, donde muestra su visión cosmopolita, una humanista diversidad cultural, su humor y su ironía, estas últimas dos de sus grandes armas. Pero por el camino también dibujó a personajes históricos (Stalin, Elsa Schiaparelli, Nelson Rockefeller, Sigmund Freud y Jean Harlow, entre muchos otros) y desarrolló nuevas técnicas, como el guacho sintético, mientras publicaba en cabeceras legendarias como Vanity Fair o The New Yorker, donde continuó una carrera que había comenzado años antes en México en la Revista Fantoche y que le llevó a alcanzar la fama en la época dorada de la impresión gráfica y el cartelismo. Amante del jazz, en Nueva York Covarrubias frecuentó las free jams de Harlem, el voudeville y los locales con grandes orquestas en vivo, inpiración que le sirvió para publicar Negro Drawings, su libro sobre la cultura afroamericana cuyos retratos contribuyeron al reconocimiento de la imagen del New Negro.
Su mirada, siempre afilada, también la aplicó a la antropología, disciplina que comenzó a frecuentar tras su luna de miel, que celebró en Bali. En Indonesia se quedó fascinado por su cultura y su idiosincrasia, su océano y sus costas, una emoción que acabó teniendo representación en su obra gracias a la Fundación Guggenheim, institución que le otorgó una beca para crear y dibujar (de esa época proceden cinco pinturas de gran formato y 90 dibujos), pero también en varias investigaciones etnográficas sobre el país asiático que terminaron compiladas en el libro Island of Bali. Sin quererlo, aquella aventura acabó por convertirse en el inicio de un idilio con la geografía que poco después, ya con el tanto internacional como local (trabajó como ilustrador para periódicos como El Mundo, El Universal o El Heraldo, llevó a Covarrubias al istmo de Tehuantepec, en el suroeste mexicano, donde profundizó sobre la cultura indígena, la arqueología y las raíces de un lugar que él mismo consideraba como el génesis de todo la cultura mesoamericana. De esa nueva mirada a México surgen la colección de pinturas Grupos Populares, inspirada en los dibujos de los cronistas viajeros del siglo XIX, y el libro Mexico South: the Isthmus of Tehuantepec, así como el desarrollo de una curiosa obsesión por los mapas que, de alguna manera, había comenzado durante los inicios de su carrera, cuando trabajó brevemente para la Secretaría de Comunicaciones.

En los mapas, Covarrubias encontró un nuevo medio de expresión para su arte que concretó en 1939 durante la Exposición Internacional Golden Gate celebrada en San Francisco en 1939, un encuentro cultural con el que la ciudad estadounidense celebró el aniversario de la construcción de esta obra de ingeniería. Para la ocasión, el artista dibujó seis mapas murales en los que el Pacífico aparece en el centro de la obra; una infografía didáctica en la que los habitantes de cada región del planeta están representados con ropas de su propio etnia y en la que Covarrubias le entrega todo el protagonismo a la fauna, la flora y el humanismo. Fruto de este desarrollo artístico es la obra Geografía del Arte Popular en México, de 1951, un mapa mural desmontable, creado para el Museo de Artes e Industrias Populares, que muestra la riqueza cultural y la diversidad creativa del arte indígena.
Esa curiosidad por su entorno terminó representada en el arte de Covarrubias a través de la característica versatilidad de su técnica (fue pintor, ilustrador, caricaturista, investigador de antropología, profesor, muralista y museógrafo), lo que le permitió acercarse a la obra de los grandes artistas del siglo XX sin perder de vista el humor. En ese recorrido en el que trata de imitar con estilo a los grandes maestros se inspira en Amedeo Modigliani y sus rostros alargados, en la paleta de colores de Henri Mattisse, en el surrealismo de Salvador Dalí o en el universo personal de Giorgio de Chirico. Todo un ejemplo de destreza. “Fue, posiblemente, el mejor caricaturista que ha dado México”, llegó a decir la escritora Elena Poniatowska, Premio Miguel de Cervantes en 2013.
Miguel Covarrubias. Una mirada sin fronteras también dejará espacio, sin perder de vista su carácter didáctico, para algunas de sus más destacadas caricaturas, por las que desfilaron algunas de las figuras más importantes del siglo XX mexicano y mundial. Asimismo, el teatro y la danza también tendrán su presencia. Antes de sus experiencias neoyorquinas y balinesas, en 1921, Covarrubias participó en el espectáculo Noche Mexicana, de Adolfo Best Mougard, y ya instalado en México, en 1953, fue nombrado coordinador de danza del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL). Además, creó escenografías para obras como Antígona, Zapata y Tonantzintla. Natives in Ceremonial Dance, en las que reflejó una pasión por la danza que también tuvo reflejo en su vida privada: Rosa Rolando y Rocío Sagaón, sus dos primeras esposas, fueron bailarinas.
Miguel Covarrubias falleció en 1957 a los 52 años víctima de una diabetes mientras se encontraba inmerso en el proceso de creación de su obra más ambiciosa, El águila, el jaguar y la serpiente, un repaso a la historia del arte americano que el artista dividió en tres volúmenes, cada uno de ellos correspondiente a las tres subregiones en las que se divide el continente. Tras su muerte su colección personal fue donada al Museo Nacional de Antropología.