Imagen de Juan Gabriel durante su juventud.

Por Alma Delia Murillo

Fotografía por Ana Hop

Escribí esas líneas hace trece años en mi teléfono, con las manos sudorosas y las luces recién encendidas luego de aplaudir febrilmente al terminar un concierto de Juan Gabriel en el Auditorio Nacional. Escribí eso porque acababa de vivir una experiencia de misticismo, una misa desenfrenada y espiritual en la que miles comulgamos cantando a coro: yo no nací para amar, nadie nació para mí.

No exagero cuando digo que estar en un concierto suyo era entrar en éxtasis, transmutarse en bestia erótica y en niño santo sin mediar matices.

Por eso entiendo cuando María José Cuevas, directora de la serie documental Juan Gabriel, debo, puedo y quiero lista para estrenarse el mes de octubre en Netflix, me dice que lleva dos años y medio llorando. Dos años y medio viendo material inédito de Alberto Aguilera Valadez.

Material que a ratos la hacía enojarse con él o cuestionarlo, para luego hincarse volviendo a escuchar el concierto de Bellas Artes. Y pienso que solo así, en ese estado alterado de conciencia que arrastra el corazón de aquí para allá, se puede abordar el reto inmenso de dirigir la serie biográfica de Alberto, nuestro Juan Ga.

Porque cómo vamos a negar que el Divo de Juárez es nuestro, que es de todos. Para la directora de la serie el cantante es su infancia, el espacio personalísimo en el que María José Cuevas niña se negaba a bañarse y trataba de ganar tiempo prometiendo hacerlo mañana y el “será mañana, pasado mañana, será cualquier día” que le devolvía su nana Lupe divertida. Es también el rito de paso de crecimiento cuando se fue a vivir sola y tenía la consabida grabación en la contestadora telefónica —eran los años noventa, aún respirábamos libres del maldito grillete del celular— deja tu mensaje seguido de “eres siempre el ángel de mi vida siempre el ángel de mis sueños, eres María José” y es que cómo iba a desaprovechar que aquella canción llevaba su nombre.

Memorabilia relacionada con el Divo de Juárez en casa de María José Cuevas, directora del documental Juan Gabriel: debo, puedo y quiero que se estrenará en Netflix el próximo 30 de octubre. 

Para mí Juan Gabriel es el código familiar con el que sobrevivimos a la pobreza mis siete hermanos y yo convencidos de que, por haber crecido en un internado para niños sin padre y venir de Michoacán como él, teníamos que ser parientes de sangre, y porque tampoco teníamos dinero ni nada que dar y en medio de aquella precariedad feroz la tajada de sol que entraba por la ventana era posesión valiosísima y suficiente para cantar buenos días a la vida, buenos días al amor.

Y aseguro sin temor a equivocarme que la mayoría de los mexicanos que leen este texto tienen su propio anecdotario único con él, con sus canciones. Lo increíble de Juan Gabriel es que te conecta con momentos muy personales de la intimidad, pero también con lo colectivo, dice María José.

Así que esto que se supone es una entrevista entre ella y yo a propósito del estreno de la serie documental, pronto desbarranca en un mini-club de fans desbordantes de emociones y memorias intransferibles con Juan Ga. 

De modo que una vez admitida sin pudor nuestra condición de feligresas, vamos por el camino de la autenticidad que es, de hecho, la esencia del compositor y el punto de vista con el que acierta María José en este material que descubrimos con ella y que me relata ilusionada el momento en que tuvo acceso—junto con su equipo de investigación— a una bodega donde se almacenan todo tipo de archivos inéditos que dejó el mismo Alberto en una decisión consciente y planeada por ser el dueño de su propia memoria; por dejar constancia tanto de sus momentos más recónditos como de los más públicos y que van de la euforia de los conciertos y el cansancio posterior, hasta la cotidianidad como padre en la crianza de sus cuatro hijos pequeños.

Era 1971, relata María José, cuando Juan Gabriel debutó con el disco El alma joven y reventó las estaciones de radio repitiendo aquel estribillo que coreaba todo México y mi hermana mayor (eco en mi ensamble personal) todavía no sufría las quemaduras y era una niña cantando “no tengo ninero…”, cuando todo cambió. Ese éxito rotundo de 1971 le permitió a Alberto comprar la primera de muchas casas y una cámara Super 8 con la que documentaría todas sus vivencias de una forma compulsiva, compulsión gracias a la cual María José y su equipo pudieron reconstruir la línea de tiempo de la vida del cantante y entregarnos esta serie cuyo corazón es exactamente ese: mostrar el material que él mismo dejó y que nos deja conocer a Alberto con una nueva mirada.

Cuevas posa junto a Ninón, su perra, en su casa-estudio de la Condesa, Ciudad de México, el pasado 10 de septiembre.

La serie biográfica llega a nosotros luego de siete meses revisando cintas de video, escuchando casetes donde Juan Ga tararea esa melodía que ustedes y yo reconocemos como cualquiera en el mundo reconoce la quinta sinfonía de Beethoven y me refiero al tatara taratara tararará con el que remata Hasta que te conocí y que estoy segura que cantaron en su cabeza porque todos tenemos una tonada suya que colonizó y resuena en nuestro cerebro, como atinadamente comenta mi amigo el Ruzo en el pódcast No me provoquen

Pero además de tarareos, se encontraron cuadernos, manuscritos, tarjetas y papelitos con letras de sus canciones, una servilleta con un garabateo veloz que dice: “Se me olvidó otra vez”. No sé a ustedes, pero a mí se me detendría el corazón por un bit (o dos) si descubro eso.

“Mi proceso fue sumergirme en la intimidad de Alberto y en la grandeza de Juan Gabriel”, relata la directora y yo me pongo taquicárdica escuchándola, le pregunto cómo cambió su mirada sobre ellos y me habla de la aguda conciencia de dualidad que el cantante tenía y al mismo tiempo de lo inseparables que resultan uno del otro. Para María José es un hallazgo todo lo que revela la relación de Juan Gabriel con los niños, por ejemplo, la creación de Semjase, un instituto para críos huérfanos donde podían escolarizarse regularmente y también estudiar música, todo eso era un espejo de la propia infancia de Alberto y es que sí, todos vamos por la vida tratando de reparar nuestra herida original.  Y en esa misma tesitura está el sólido vínculo de cuidados que tuvo con sus cuatro hijos varones: Iván, Jean, Hans y Joan, todos por segundo nombre Gabriel.

A mí me mordió el corazón verlo llevando a uno a la escuela, jugando con otro en la cama, dando golpecitos en la barriga a uno más, cantándole su canción al flaco. “Y para que se le quite a todos les puse Gabriel”, dice divertido en una conversación.

Cuevas tuvo acceso a una bodega en la que el propio Juan Gabriel dejó acumulados recuerdos, fotografías y objetos relacionados con su vida y su carrera y que ahora la directora recupera para su proyecto documental.

¿Para que se le quite qué a quién?, ¿el abandono?, ¿la muerte del padre?, ¿la ausencia materna?, ¿el abuso sexual que sufrió porque no hubo quien lo cuidara?, ¿la falta de pertenencia a la tribu original?

¿Qué reparaba de sí mismo en esa entrega total a la paternidad?

¿Para quién grabó el momento espontáneo en el que le cuenta a uno de los niños que su mamá lo abandonó cuando era Albertito, cuando era un bebé?, se pregunta María José y detalla que esa escena la registró estando él a solas con el niño, poniendo la cámara frente a ellos en la cama. Es ese desdoblamiento en el que se miraba a sí mismo siempre a través de la lente de la soledad, una que nunca dejó de sentir porque la huella venía desde muy lejos, quizá desde aquel rechazo materno.

María José leyó las letras de las canciones como si fuera un libro de poemas, una por una, y encontró que la palabra que más se repite en sus versos es precisamente “soledad”.

Y si esta soledad me va a enloquecer, entonces queda el cariño de las masas. 

Fotograma del documental sobre la figura de Juan Gabriel. 

El deseo de las multitudes que se transformaban de machazos homofóbicos de palenque gritándole groserías en adoradores totales que al final de cada actuación se querían casar con él, a trajeados tiesos en costosos centros nocturnos que terminaban arrojando la corbata y bailando trepados en las mesas jalándose los cabellos por la mera desesperación vital que Juan Gabriel despertaba en ellos.

Ese palenque a ras de tierra, ese escenario circular que olía a pelea de gallos, a pieles asoleadas, a sudores de clase trabajadora y a cerveza fue la piedra angular de su conquista y por eso pudo llegar a Bellas Artes. Así lo recupera María José citando a Monsiváis: Juan Gabriel trajo lo marginal al centro.

Como también marginal era pertenecer a la comunidad LGBT+ en un México noventero más machista, clasista, racista y conservador que el actual (o no) y que tuvo miedo de que un tipo gay, moreno, fronterizo, hijo de una trabajadora del hogar y que, para más inri, había estado preso, ocupara el centro de la llamada alta cultura, faltaba más. Por nada se cancela el icónico concierto de Bellas Artes. Pero qué necesidad, si no hay como la libertad de ser, de estar, de ir, de amar, de hacer, de andar así sin penas.

Por eso cuando le pregunto a María José sobre cómo se abordó la vida amorosa de Juan Gabriel responde con gran sabiduría: él nos dejó la guía con su célebre frase: “Lo que se ve no se pregunta”.  Y desde ahí se relata y se muestra ese aspecto, sin esconderlo, pero sin dar explicaciones.

Juan Gabriel hizo lo que quiso porque tenía hambre, pienso. Porque la saciedad nunca llegó a esa voraz herida de abandono que supo conectar con la nuestra y devorarnos a todos en su canto.

Pero también porque nunca perdió la autenticidad, insiste María José: Juan Gabriel nunca pretendió ser algo que no era y ya era demasiado grande. 

Cuevas ante un póster de la película El eclipse (1962), de Michelangelo Antonioni.

Y, desde luego, porque le tocó el regalo de un enorme talento y oído musical sólo comparable al de José Alfredo Jiménez, que podía inventarse una melodía tarareando y luego escribirle una letra matadora.

A propósito de eso, me intriga saber cómo hicieron para seleccionar la música y las canciones, y me explica que precisamente los ejes narrativos de la serie son tres: primero el propio Alberto narrando sus momentos vitales, después el círculo de gente cercanísima que aparece en este material inédito y finalmente las mismas canciones que son un relato prístino de su vida.

Por cierto, aplausos para Camilo Lara y Herminio Gutiérrez por el reto de asumir la música original y la supervisión musical de este enorme proyecto.

Y hay algo más sin lo que el talento no sirve para nada: el trabajo. 

Juan Gabriel trabajaba como bestia, eternas jornadas de ensayos, conciertos de cuatro o cinco horas, una veintena de presentaciones al mes, viajes incesantes. Me pregunto si Juan Gabriel mató con esa actividad frenética a Alberto, si lo exprimió hasta la última gota en el escenario.

Yo estoy segura de que Juan Gabriel se quería morir cantando y le falló por poquito, dice María José sin dudar.

Qué se siente ser María José Cuevas y además de Bellas de noche y La dama del silencio, haber dirigido esta serie, quiero saber.

Me siento sumamente afortunada, siento que, de alguna manera, aunque sea simbólica, él me agarró de la mano y me tuvo confianza; esa es su respuesta. Nos abrazamos.

No sé cómo explicarlo, pero la entiendo a cabalidad cuando agrega que para ella Juan Gabriel es su mejor amigo, porque para mí es mi hermano.

Recuerdo aquel concierto del que salí flotando, cuando hizo su reverencia isabelina alargando una pierna y lo ovacionamos luego de Te pareces tanto a mí, y es que ahora veo que tiene un meta significado: la mexicanidad es parecerse tanto a Juan Gabriel que no podemos engañarnos.

Dirección creativa: Kira Álvarez; peinado y maquillaje: Roberto Sierra; fotografía: cortesía de Netflix.


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