
Carolina Chávez Rodríguez
Imagina una tarde de lluvia, pero no cualquier lluvia, una después de otras, así por meses. Huele a tierra recién abierta, a hojas húmedas y a leña encendida. La familia se reúne en torno a un plato de caldo de hongos, ese gesto sencillo que ha trascendido generaciones, malos y buenos tiempos.
Es, sin duda, uno de los vestigios más amorosos de nuestras comunidades originarias.
México es un país de micelios antiguos. Se estima que existen más de 100 mil especies de hongos, aunque solo unas tres mil han sido estudiadas. De ellas, unas doscientas son comestibles, aunque apenas unas cuantas ocupan un lugar habitual en nuestras cocinas. En el continente, México ocupa el primer lugar en producción de hongos, con más de cuatro mil toneladas al año, el 60% del total latinoamericano.
Los pueblos originarios los conocían como nanacatl, palabra náhuatl que significa carne. Su presencia era cotidiana y sagrada; aparecían en los rituales, en los mercados, en los nombres de los pueblos —Nanacamilpa, Nanacatepec—, y en la memoria gustativa de quienes entendían que el alimento también puede ser un puente entre mundos.

La diversidad comestible del bosque
Champiñones.
Los más populares, originarios de París, de sabor suave y terroso. Su versatilidad los ha hecho indispensables: crudos en ensaladas, cocidos en sopas o guisados con epazote y chile, en las quesadillas que resumen el corazón de la cocina urbana mexicana.
Setas.
Blancas, grandes, de textura carnosa, se producen en distintos puntos del país durante todo el año. En sopas, en guisos o doradas con ajo, son símbolo de sustancia y sencillez.
Huitlacoche.
El más nuestro. Un hongo que nace del maíz y que ha pasado de los fogones rurales a las cocinas de autor. Con su tono oscuro y su sabor profundo, es un ingrediente de identidad: un lujo humilde que sabe a tierra.
Más allá del sabor, los hongos son fuente de nutrientes esenciales. Aportan agua, fibra, vitaminas del complejo B y minerales como yodo, fósforo y potasio. Crecen en los ecosistemas más ricos del país, especialmente en zonas boscosas y húmedas, donde las lluvias los hacen florecer con una exactitud casi ritual.
México cultiva cinco especies principales —champiñón, portobello, seta, hongo blanco y shiitake—, muchas de ellas dentro de programas de agricultura urbana e invernaderos tecnificados.
El Estado de México es el líder nacional en producción, seguido por Puebla y Guanajuato, donde su cultivo se ha convertido en fuente de sustento y orgullo local.

Del bosque al plato, una continuidad ancestral
Los hongos no son solo alimento. Son una memoria viva de lo que somos, del vínculo con la naturaleza, del respeto por los ciclos y de la sabiduría de los pueblos que aprendieron a observar sin prisa.
En cada caldo humeante, en cada quesadilla con huitlacoche, hay una historia que sigue latiendo.
En el fondo, la relación de México con los hongos no se mide en toneladas, sino en gestos: en la mano que los recolecta al amanecer, en la receta que pasa de madre a hija, en el asombro que aún despiertan esos seres misteriosos que emergen del suelo como si la tierra, por un momento, decidiera contarnos un secreto. Más aún, nutrirnos amorosamente.