Crédito: cortesía de Luvia Lazo

Carolina Chávez Rodríguez 

Técnicamente, el rebozo es una pieza rectangular de algodón, seda o lana, pero sin caer en lugares comunes o exceder poesía, concentra en cada hebra siglos de historia y contradicciones. Surgió en la Nueva España como resultado del mestizaje: un manto nacido de la evangelización, cuando las mujeres indígenas se cubrían para entrar a los templos, y que al mismo tiempo preservaba técnicas prehispánicas de teñido como el ikat. Desde entonces, la prenda viajó entre usos y significados, hasta convertirse en archivo vivo de identidad y memoria femenina.

Los talleres de Santa María del Río, Guadalajara, Puebla y Oaxaca lo convirtieron en textil de refinada elaboración. Tejido en telares, teñido con pigmentos naturales, terminado con rapacejos anudados, el rebozo se convirtió en objeto de transmisión generacional: herencia de madres a hijas, prenda indispensable en la vida cotidiana de las mujeres. Al mismo tiempo, funcionó como distinción social. En el siglo XVIII lo llevaban las mujeres de castas, criollas y españolas, cada una diferenciada por el material y el diseño. Así, en el tejido se marcaban tanto la pertenencia como la aspiración, los códigos de la época inscritos en un rectángulo de tela.

María Félix en Enamorada. 1946. Crédito: Fundación María Félix.

La Revolución lo transformó de nuevo. Cruzado en el pecho de las adelitas, se convirtió en emblema de resistencia, en cartuchera improvisada, en insignia de lucha. Ya no era únicamente abrigo o accesorio, sino extensión de un cuerpo femenino que entraba a la historia armada con fusil y rebozo. Ese desplazamiento lo convirtió en símbolo político.

Crédito: cortesía de Luvia Lazo.

Más adelante, en el siglo XX, artistas e intelectuales lo reinterpretaron. Frida Kahlo lo adoptó como signo de indigenismo, resistencia y autodefensa estética, una afirmación de su vínculo con lo popular y lo mestizo frente a la mirada cosmopolita. La literatura también lo inmortalizó: Ángel de Campo lo describe en La Rumba como parte de las prendas que definían la feminidad urbana. Vicente Quirarte, en Historia de las Mujeres en México, lo lee como metáfora de autonomía y de lucha contra la degradación. Para la historiadora Isabel Marín de Paalen, el rebozo “cubre, abriga, sostiene, envuelve, carga, protege” y, en esa multiplicidad de usos, revela una estética inesperada.

Retrato de Frida Kahlo por Imogen Cunningham. Crédito: cortesía de Getty Museum.

Cada hebra del rebozo parece narrar la tensión de un país en formación. Es resultado de la colonización, pero también de la resistencia indígena. Es símbolo de lo íntimo, pero se desplegó en lo público y lo político. Fue prenda utilitaria, pero también musa de poetas, pintores y cineastas. En su tela se cruzan historia, estética y poder. Y aunque hoy se vea en museos, pasarelas o ferias artesanales, reducido a veces a pieza folclórica, su trama persiste como testimonio material de un México complejo, contradictorio y en permanente reinvención. Y no, esa mirada antropológica que a veces le asocia con el pasado, se aleja de la que persiste con tanta vida, y se niega a sucumbir a los cánones occidentales que le relegan, porque aún en muchos hogares sigue resignificándose; cargando bebés, usándose para sobar la cintura, y conservando la fortaleza de nuestras madres y abuelas, que mediante este símbolo, nos enseñaron que la fortaleza a veces habita en la capacidad de sostener y arropar.

Crédito: cortesía de Luvia Lazo.

El rebozo no es vestigio estático, sino un espejo vivo. En él se reconocen las batallas de la mujer mexicana, su capacidad de apropiarse de un objeto y volverlo lenguaje, de transformar lo impuesto en signo de identidad. En cada rebozo habita una historia personal y colectiva, una radiografía de lo que significa ser mexicana en distintas épocas. Tres metros de tela, miles de hilos y una misma fuerza: la de resistir, crear y permanecer.


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