
Por Guillermo Arriaga
Mucha gente me pregunta cuál es mi fuente de inspiración. Imaginan que proviene de la literatura o el cine, pero en mi caso ha sido la vida. He sido afortunado, si percances serios pueden considerarse una suerte, de vivir experiencias extremas que me han llevado a cuestionar la delgada línea entre vida y muerte, violencia y amor, brutalidad y ternura. Una de las más significativas fue un accidente de carretera que sufrí a los 27 años. Yo iba dormido cuando quien manejaba perdió el control y nos desplomamos a un profundo barranco. Desperté cuando el techo de la vagoneta crujió al estallar contra unas piedras. Ese sonido metálico jamás lo olvidaré. Mientras rodábamos, pude atisbar, en breves chispazos, la profusa vegetación, las rocas contra las que la lámina se destrozaba. Después de varias vueltas, paramos. Solo quedó el sonido del vapor escapando del radiador. Fuera de eso, silencio. Tres niños iban en la parte trasera. Los saqué como pude. Del motor emergían llamas y temíamos que explotara. Fui el único herido. Nariz destrozada, fracturas en la cara. Fui operado y, a las semanas, me recuperé. Esa vivencia no quise desperdiciarla. Nueve años después escribí A cielo abierto, mi primera película, donde relato un accidente que cobra la vida de un padre y las repercusiones en sus hijos, que fantasean con el odio y la venganza. Por diversas razones, no se filmó. Fue venturoso que mis hijos hallaran el manuscrito original y tres décadas después decidieran codirigirlo. El trabajo de Mariana y Santiago resaltó el sentido hondo de la historia: dos hermanos en busca del padre en sus espacios vitales –la carretera, el desierto, las fondas, la luz, los moteles–. La obra como un acto circular con ramificaciones inesperadas, la vida devolviendo vida.