Crédito: Secretaría de Cultura de la Ciudad de México


Por Carolina Chávez Rodríguez

Julieta Fierro nunca creyó que la ciencia tuviera que ser un club exclusivo. Su empeño fue abrir la puerta y sentar a todos a la mesa, desde niños curiosos hasta adultos incrédulos. Recuerdo tener entre 8 y 9 años, cuando leí su nombre en la revista Tentación, el semanario de las mujeres. Figuraba ahí, junto a nombres como los de Ángeles Mastretta y Espido Freire, el impacto de leer por primera vez en mi vida la palabra “astrónoma” mexicana, la marcó categóricamente, y estoy segura que como a mí, Julieta nos hizo imaginar fuera del borde. 

Falleció a los 77 años, dejando tras de sí una estela que no se mide en artículos indexados ni en premios —aunque tuvo decenas— sino en ese instante íntimo en que alguien, al escucharla, perdió el miedo al universo.

Se definía con sencillez: “Me dedico a la divulgación”. Una frase que parecía menor pero que condensaba cuatro décadas de trabajo como investigadora, docente, conferencista y autora de más de cuarenta libros. Con ella la física se volvía asombro y la astronomía poesía. No hablaba de galaxias con frialdad académica, sino con humor y cercanía.

Su trayectoria formal es tan extensa que intimida: investigadora titular del Instituto de Astronomía de la UNAM, profesora de la Facultad de Ciencias, presidenta de la Comisión de Educación de la Unión Astronómica Internacional, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, cuatro doctorados honoris causa, el Premio Kalinga de la UNESCO y una luciérnaga que lleva su nombre. Pero la relevancia de Fierro estuvo siempre en otro lugar, los talleres, los museos, las aulas, los pasillos de feria científica donde sus palabras eran puente entre el asombro y el conocimiento.

No esquivaba la política ni el debate. Defendió el derecho al aborto, criticó al poder cuando la ciencia era atacada, pidió guarderías en preparatorias y universidades para que las madres no abandonaran los estudios, habló a favor de la eutanasia y de la energía solar en los desiertos. Su voz era incómoda, lúcida y necesaria en un país tan lleno de constantes y debates, donde por supuesto, muchos científicos e intelectuales, prefieren la neutralidad. 

Nacida en 1948, hija de la educación pública, Fierro estudió Física en la UNAM y se formó en astrofísica de la mano de Manuel Peimbert. Al poco tiempo entendió que su vocación no era solo investigar las abundancias químicas en galaxias distantes, sino traducirlas para que cualquiera pudiera comprenderlas.

En una de sus últimas apariciones, en el Hay Festival de Querétaro, respondió con una sonrisa a la pregunta sobre para qué sirve la astronomía: “Para encontrarse a uno mismo y para regresar a los orígenes de la humanidad, de las cosas y de la naturaleza”. Esa fue quizá su mayor lección, entender que el cosmos, (esa palabra que antes estuvo tan sesgada por los señores que sabían) no está lejos, sino que nos atraviesa.


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