
Redacción T Magazine México
Floresrudas erige paisajes de memoria desde hace más de una década, el taller de arquitectura floral fundado por Raquel Cajiga ha transformado el acto de ofrendar en una forma de pensamiento visual. Su trabajo, que se despliega entre la Ciudad de México y los valles de Oaxaca, parte de la investigación y la intuición, una práctica que combina erudición y devoción, archivo y poesía.
Cada altar concebido por Cajiga es el resultado de un estudio minucioso. Antes de cada montaje, pasa horas en bibliotecas y fonotecas —del MNAH al IAGO, de Tlacuilo a la Eduardo Mata— rastreando símbolos, textos, rezos, canciones. En esa búsqueda se revela una metodología que va más allá de lo decorativo. Floresrudas concibe sus altares como portales: espacios donde conviven el agua, el fuego y el copal, donde lo visible y lo invisible encuentran un punto de encuentro.


En su obra se percibe la huella de sus orígenes en el cine, la literatura y la investigación. Cada altar tiene un guion, una atmósfera, una narrativa. Las flores no son mero ornamento sino lenguaje, celosías, cosmos, cempasúchil, maíces, camotes y calabazas dialogan con piezas de barro y cera creadas artesanalmente para cada puesta. Todo en sus ofrendas parece respirar una temporalidad distinta, una suerte de suspensión entre la vida y la muerte.


La práctica de Floresrudas Estudio Floral se ha extendido a espacios de hospitalidad, colaborando con proyectos como Casa Viviana, Pitao Copycha, Grana, Pujol y Levadura de Olla, entre otros. Cada altar, retratado por fotógrafos como Chucho Potts, Claudio Castro y Jhovani Morales, se convierte en una meditación colectiva sobre la permanencia.
Más que reinterpretar la tradición, Raquel Cajiga la revisita con una mirada contemporánea que no teme al silencio ni a lo sagrado. En su universo floral, la abundancia es un lenguaje de fe y el altar, una casa efímera donde todos —vivos y muertos— son bienvenidos.