Marta Minujín fotografiada el pasado 20 de agosto en la galería Kurimanzutto de la Ciudad de México ante la obra Trepando el infinito (2007), presente en la exposición Vivir en arte. Dice la artista que su relación con el color comenzó durante sus primeros años en París, donde vivió en un loft sin calefacción ni baño. “Elegí estar feliz con la vida. Poner ese pensamiento positivo”, recuerda.

Javier Fernández de Angulo

Fotografía por Jaime Navarro

Dice marta minujín (Buenos Aires, 1943) que a los cinco años ya sabía que iba a ser artista. Creadora polifacética, siempre en rebeldía, la argentina comenzó su carrera organizando happenings en su país natal, performances que le permitieron, reconoce a T México, que ocurrieran “cosas inauditas e insospechadas”. Fue su primer acercamiento al pop art y a la tecnología, confirma aún atolondrada por la altura de la Ciudad de México —“es que soy de la Pampa”, matiza—, donde la galería Kurimanzutto recientemente presentó la exposición Vivir en arte (parte de su obra sigue aún presente en la galería), el último eslabón de una relación con México que se remonta a 1978.

Ese año, en el Museo de Arte Contemporáneo (MUAC) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la artista presentó la performance Toronjas, intervención que, según sus palabras, “asombró al mundo”. “Utilizaba frases que yo misma inventé, con baldes en la cabeza y una bolsa gigante de toronjas. Luego lo repetí en Nueva York”, recuerda Minujín frente a El obelisco acostado. Inspirada en el obelisco que preside la avenida 9 de Julio de Buenos Aires la obra fue creada originalmente para la Bienal Latinoamericana de Sao Paulo de 1978. Con ella, además, inauguró la serie La caída de los mitos universales, “El primer concepto de mi arte es que la gente se sienta incluida en la obra. Me gusta que la gente se meta dentro de mis obras y viva el arte con diferentes sensaciones”, reflexiona Minujín junto a una obra que es una metáfora de la caída del poder y de las luchas contra el machismo y el militarismo. “Otro de los conceptos es el shock que genera lo que está ocurriendo en el mundo. Quiero que todos los mitos populares de cada país se acuesten. Si Argentina acepta mi proyecto, me gustaría llevar la Estatua de la Libertad acostada a la próxima Bienal de Venecia. Es grandísima y la idea es cubrirla de hamburguesas falsas que se puedan canjear por reales en McDonald’s. La obra termina cuando el público se come la hamburguesa”, añade la artista sobre una instalación que recuerda a otra que presentó en Buenos Aires en 1979. Entonces levantó un obelisco forrado de pan dulce porque, tal y como declaró entonces, “para desmitificar el mito, la gente realmente tiene que comerse el mito”.

Los colchones forman parte de la vida de Minujín desde que se mudó a París 1961. La artista posa en su estudio de la capital francesa en 1963.

Formada en su juventud en escuelas de Bellas Artes de Buenos Aires, a los 18 años Minujín recibió una beca de la Fondo Nacional de las Artes que la llevó a París, donde comenzó una intensa relación con los colchones que, como pudo observarse en Kurimanzutto, sigue más viva que nunca. “Uno pasa el 50 por ciento de su vida sobre un colchón, y me pareció interesante mostrarlos. En los colchones nacemos, vivimos, hacemos el amor, la gente mata, se muere, se enferma… Todo ocurre en un colchón”, relata Minujín ante algunas de las retorcidas y mullidas telas que envuelven y dan color al espacio expositivo.

El obelisco acostado, obra que la artista argentina creó originalmente para la Bienal Latinoamericana de Sao Paulo de 1978.

Cuenta que su relación con los tonos más exuberantes comenzó tras una dura experiencia en París, donde al principio de su estadía residió durante tres años en un gran loft “sin calefacción ni baño”. “Ahí empecé con el color y elegí estar feliz en la vida, poner ese pensamiento positivo. Por eso mi obra se llenó toda de color”, explica. Los textiles, sin embargo, siempre estuvieron en su imaginario, incluso cuando empezó a aparecer en algunos diarios bonaerenses a los 16 o 17 años. Su familia era propietaria de un taller de costura, y desde entonces pinta, corta y pega telas a través de las que muestra vitalidad, alegría y mucho movimiento. Así ocurre con sus característicos overoles, prenda fetiche en su trayectoria que hoy continúa diseñando y que, de alguna manera, le conectan con la industria de la moda, otro de sus grandes intereses. “Me gusta porque también trabajan en un mercado que cambia todos los años. La gente acepta lo que dice la moda, tiene mucha influencia, pero quizá persigue demasiado lo que se puede vender”, reflexiona Minujín, quien cuenta con obras en colecciones permanentes de museos como el Centro Pompidou de París, el Reina Sofía de Madrid, el Guggenheim de Nueva York o el Tate Modern de Londres.

En París, entre happenings y performances con los que agitaba a crítica y público, Minujín pasó de la pintura de caballete a la pintura informalista, “de lo horizontal a lo vertical”, en sus propias palabras, en una época vibrante para la capital francesa y para el resto del mundo. Aquellos años sesenta, los de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y las revoluciones estudiantiles europeas, le permitieron cultivar esa mirada fresca y provocadora que siempre ha definido su trayectoria, una etapa en la que se relacionó con músicos como Jimi Hendrix, Eric Clapton, John Lennon o Charly García que Minujín recuerda como “hippie total” y en la que comenzó a ser conocida como la embajadora argentina del pop art —“tan importante como el  impresionismo o el cubismo”, defiende—. “El pop art nació en Argentina al mismo tiempo que en Estados Unidos. El rock and roll no, apareció antes en Estados Unidos e Inglaterra”, continúa Minujín, quien durante esa década y las siguientes colaboró con artistas como Andy Warhol, Niki de Saint Phalle, Christo o Charlotte Moorman.

Durante la Documenta 14 de 2017, Minujín llenó la Friedrichsplatz de Kassel (Alemania) con El Partenón de los libros, un monumento contra la censura y la represión.

Munijín, una extraña solo unos años antes, alborotó la escena artística del momento, derribando las barreras de género que impedían el acceso de la mujer a los grandes círculos artísticos e intelectuales, y lo hizo con happenings como Suceso plástico, acontecido en el estadio de Peñarol, en Montevideo, en 1965, en el que lanzó pollos desde un helicóptero. Hoy, la presencia femenina en el mercado artístico es muy diferente. “Lo que le han dado las mujeres al arte es único, hay miles, es el movimiento más grande que ha habido. Detrás de artistas como [Jackson] Pollock o [Vasili] Kandinsky había mujeres que eran grandes artistas y que fueron tapadas”, señala.

Pago de la deuda externa argentina a Andy Warhol (1985), obra de Minujín.

Esa accesibilidad también se refleja, añade, en los nuevos museos contemporáneos, cada vez más democráticos y abiertos a diferentes tipos de público, aunque se muestra crítica con las ferias, “un mercado”, en su opinión. “Antes los artistas iban a El Parnaso, ahora van al mercado. Antes la venta no era tan brutal como ahora”, dice. Habla con conocimiento de causa. Considerada como un fenómeno generacional desde prácticamente el comienzo de su carrera —“hasta la gente que no pertenece al mundo del arte la adora”, dice Pablo León de la Barra, curador del Museo Guggenheim de Nueva York—, Minujín no consiguió ser profeta en su casa hasta hace relativamente poco. “Ya desde los años 70 era una provocadora, pero la sociedad argentina no me aceptó hasta hace 20 años. Los coleccionistas nunca me compraron nada, ellos se lo perdían, decían que estaba loca y la prensa también. Todos somos iguales sin diferencias y aunque quien compra arte son los ricos, me gusta hacer arte que no se vende”, asevera.

En la próxima edición de Art Basel Paris, Minujín conversará con la arquitecta mexicana Frida Escobedo, encargada de la nueva ampliación del Centro Pompidou, sobre la memoria de la reinvención y el poder de París como laboratorio de cambio cultural. Vista general de la exposición Vivir en arte, en la galería Kurimanzutto.

Rebelde e irreverente —en 2018 sorprendió a la industria editorial con Tres inviernos en París. Diarios íntimos (1961-1964), sus diarios de juventud—, a sus 82 años Minujín pasa entre seis y siete horas al día en su estudio, donde piensa y desarrolla sus proyectos como una profunda agnóstica del éxito: “A través del fracaso se aprende mucho, hay que mirarse hacia dentro, resistir y actuar”, razona antes de repetir su grito de guerra: “Arte, arte, arte… El arte puede salvar al mundo”.


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