
Carolina Chávez Rodríguez
El nombre de Elena Garro llegó con esa mezcla de revelación y desorden que solo provocan ciertas mujeres incómodas. De pronto leí Los recuerdos del porvenir y sentí que ahí estaba algo que nadie me había advertido: el poder devastador de narrar un país desde la herida.
Garro nació en Puebla en 1916, creció en Iguala y nunca dejó de escribir, ni siquiera durante el exilio que la mantuvo fuera del país más de dos décadas. Publicó más de treinta y cinco obras, dejó inéditos, ganó premios y perdió batallas que no tenían que ver con la literatura, sino con los mecanismos de un sistema cultural que la quiso dócil, decorativa, agradecida.
Su formación fue tan amplia como su rebeldía. Estudió en el Colegio de San Ildefonso, pasó por la danza y el teatro universitario, viajó a España durante la Guerra Civil para presenciar de cerca la retórica de los intelectuales antifascistas. Lo observó todo sin ingenuidad. Lo escribió después con un filo que aún incomoda. En Memorias de España 1937 dejó claro que no creía en los dogmas, ni en las épicas prestadas, ni en las alineaciones automáticas. Su lucidez jamás pidió permiso.
Fue novelista, cuentista, dramaturga, periodista, guionista. Rechazó el realismo mágico aunque la crítica insistiera en encasillarla ahí. Exploró un país fragmentado por el clasismo, la violencia y la impunidad. Escribió sobre feminicidio antes de que el término existiera, denunció la injusticia contra los pueblos indígenas y construyó personajes que desobedecen la lógica del sacrificio y del martirio femenino.
Pero la literatura no la protegió. La década de los sesenta la dejó expuesta a los mecanismos más ásperos del poder. Tras los sucesos de 1968, Garro quedó atrapada entre acusaciones, desinformación, enemistades políticas y un sistema cultural que no toleró su independencia. Nadie ha podido determinar si vivió persecución o si el entorno alimentó su propio miedo. Lo cierto es que ningún lado la quiso. Ni el Estado, ni los intelectuales, ni los estudiantes.
Esa época fue la antesala de un largo exilio. México se volvió un sitio inhabitable para ella y para su hija Helena. Europa tampoco les ofreció refugios estables. En cartas, Garro oscila entre la lucidez y el desconsuelo. La escritora que denunció la injusticia terminó viviendo los efectos de un país que suele olvidar rápido y ajustar cuentas con saña.
Regresó en 1994. Apenas tres años después, murió en Cuernavaca. El reconocimiento llegaría tarde, como un tributo que se ofrece cuando ya no puede incomodar.
Su obra, sin embargo, no envejece. Los recuerdos del porvenires una novela que sigue leyendo el país con una precisión casi cruel. Las farsas teatrales de Un hogar sólido siguen siendo un mapa del absurdo social. Andamos huyendo Lola todavía arde. La crítica ha repetido durante años que Garro es la segunda gran voz femenina de México, detrás de Sor Juana, aunque ese lugar nunca le interesó. Prefería el margen. O quizá el margen era el único sitio en el que podía escribir.
La construcción del Centro Cultural Elena Garro, en Coyoacán, funciona como un intento tardío por reparar algo del daño. No redime nada. Pero al menos reconoce que su escritura sostuvo un papel decisivo en la literatura mexicana contemporánea. Una obra que abrió caminos para otras voces y que todavía hoy nos obliga a mirar de frente aquello que el país prefiere domesticar.
Elena Garro sigue ahí, incansable, incómoda, brillante. Es la escritora que no pudieron neutralizar. Y la que, a pesar de todo, nunca dejó de escribir.
