
Carolina Chávez Rodríguez
Valencia siempre ha sido un cruce de épocas, enmarcado en su gótico riguroso, el barroco festivo, el cauce seco del Turia transformado en parque lineal. A ese conjunto de capas históricas se suma desde los noventa la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un complejo arquitectónico y cultural que parece diseñado para condensar el futuro. Una anomalía brillante en el paisaje urbano, demasiado audaz para pasar inadvertida.
Concebida por Santiago Calatrava junto con Félix Candela, la Ciudad no es únicamente un despliegue de infraestructura cultural, sino un experimento en el que el cemento se vuelve escultura y la función se disfraza de espectáculo. El Oceanogràfic, el acuario más grande de Europa, convive con el Hemisfèric, un planetario en forma de párpado que parece abrirse al cielo. El Palau de les Arts, con su apariencia de casco marino o gladiador, se erige como templo de ópera. Todo sostenido en ese lenguaje calatravesco que imita esqueletos, alas, conchas, como si el Mediterráneo hubiera dejado petrificadas sus criaturas en la orilla del Turia.


Hablar de Calatrava es hablar de ambivalencia. Arquitecto, escultor, pintor, ingeniero. Su obra ha sido celebrada por su audacia estética y criticada por sus excesos, pero en Valencia se erige como emblema identitario, espejo que recuerda a la ciudad su deseo de ser moderna a cualquier costo. El Hemisfèric, conocido como el ojo de la sabiduría, lo resume bien: una arquitectura que nos devuelve la mirada, que cuestiona tanto como seduce.
Era un frío y soleado febrero, en el marco de Las Fallas, cuando descubrí de improviso el inmenso ojo de Calatrava. No planeaba visitarlo aquél día, pero entre desvelada y distraída, me encontré frente a ese edificio que parecía observarlo todo. La caminata se convirtió en una lección sobre cómo la arquitectura condiciona el cuerpo: obliga a detenerse, predispone la mirada, transforma lo cotidiano en experiencia estética. Fue uno de esos paseos en los que se entiende que una ciudad se narra tanto en sus fiestas como en sus edificios.

Hoy, la Ciudad de las Artes y las Ciencias sigue funcionando como escenario de contradicciones. Es un espacio donde la ciencia se convierte en espectáculo didáctico, donde la ópera se presenta como ritual de élite y miles de visitantes llegan cada año buscando fotografiar el futuro en un reflejo de agua. Su vigencia radica en esa tensión: un complejo monumental que parece siempre al borde del exceso, pero que ha conseguido ser parte indispensable del imaginario valenciano.
El ojo de Calatrava sigue abierto, e imponente, devuelve la pregunta de si arquitectura y ciencia, arte y espectáculo, pueden aún confluir en un mismo relato; en este caso, en Valencia, la respuesta late entre el cemento y la luz del Mediterráneo.