
Por: Carolina Chávez Rodríguez
Luis Barragán no fue únicamente el arquitecto de los colores encendidos y los muros que parecían cantar en silencio. Fue también un misterio. Un hombre que, desde Jalisco hasta el Pritzker, construyó además de casas y jardines, un lenguaje visual tan personal que a veces parece un código secreto. Misterioso, radical, contundente, pensaba en todo ello mientras escuchaba la canción Barragán de Mercedes Nasta y aquel verso en especial, que llega como venida de un sueño ligero: “ayer vi un libro de Don Luis Barragán y en todas las casas, me imaginé viviendo contigo…”
Hablar de él es aludir a la identidad, el color, lo místico y terrenal al mismo tiempo. De joven, formado como ingeniero civil, no necesitaba más que viajar por Europa para seducirse de jardines islámicos, claustros barrocos y sombras italianas. El resto fue intuición, disciplina y un afán por ocultar tanto como por revelar.
La Casa Barragán, en Tacubaya, es un ejemplo, hablamos de discreta hacia afuera, pero exuberante hacia adentro. Amarillos que sorprenden, rosas radicales, azules que evocan abismos. Un espacio diseñado más para conmover que para habitar. Lo mismo en sus proyectos urbanos, como Jardines del Pedregal o las Torres de Satélite con Mathías Goeritz, donde paisaje y monumento se confunden en un juego de poder.


Pero la biografía oficial es apenas una capa. Lo incómodo permanece en la penumbra, su religiosidad exacerbada, la ambigüedad de su vida íntima, los secretos de un hombre que alternaba crucifijos con fiestas privadas, conventos con jardines oníricos. Barragán parecía esconderse tras sus propios muros.
Su vida tuvo un epílogo tan extraño como su obra: en 2016, parte de sus cenizas fueron convertidas en un diamante, engarzado como un anillo de compromiso por un gesto artístico que hoy parece gótico y absolutamente polémico. Un último acto que resume bien la paradoja. Un creador convertido en reliquia, en arte, en joya mortuoria, y en un hecho absolutamente inédito.
Y como si la historia nunca dejara de reescribirse, su arquitectura se volvió escenario de un lujo contemporáneo. En la campaña Pre-Fall 2016 de Louis Vuitton, los muros saturados y las líneas puras del Rancho Luis Barragán sirvieron como telón de fondo a Léa Seydoux, musa de la casa francesa. Bajo la lente de Patrick Demarchelier, el rosa mexicano dialoga con estampados oscuros y caballos que recuerdan la obsesión ecuestre del arquitecto. Moda, arquitectura y paisaje se confunden en imágenes que parecen coreografiadas por el propio Barragán, donde nada —ni la actriz, ni la ropa, ni el escenario— logra imponerse del todo: la armonía, una vez más, está en la tensión.



Luis Barragán murió en 1988, pero nunca terminó de irse. Sigue siendo una incógnita, un acertijo cultural. No solo porque sus muros desnudos y coloridos sobreviven, sino porque su figura —enigmática y sensible— permanece como un espejo de México: luminoso y a la vez sombrío, bello y atormentado.