
Redacción T Magazine México
Claudia Huizar no pinta para describir. Pinta para pensar. En su obra no hay complacencia estética ni narrativas evidentes. Hay ideas. La artista, formada en un diálogo constante entre la especulación teórica y la intuición pictórica, ha logrado que sus piezas se vuelvan ejercicios de pensamiento visual. No hay artificio ni lirismo gratuito. Lo que se despliega en sus lienzos es una conversación entre la mente y la materia, entre el concepto y la imagen.
Su trabajo, definido por la crítica como una convergencia entre el arte conceptual y el neo-surrealismo, se mueve en ese territorio donde lo simbólico sustituye al objeto. Cada cuadro parece funcionar como un acertijo. No se mira para entender, sino para sospechar. Los colores, los signos, los títulos que dejan ecos —Busy, Ayin, un dolce sguardo, Por sus frutos, Delusion about Magritte— operan como claves encriptadas.



Huizar parte de la idea de que el arte no explica, sino que multiplica las preguntas. La suya es una pintura que desmantela el hábito de la interpretación fácil. En lugar de ofrecer respuestas, propone lecturas simultáneas, intuiciones cruzadas. Sus composiciones plásticas parecen detenerse justo antes de revelar el sentido, y en esa pausa habita su poder.
En su catálogo más reciente de giclées —reproducciones limitadas a once ejemplares, impresas en papel de algodón con tintas de alta permanencia—, la artista continúa esa exploración del símbolo, ahora trasladada a un soporte que desafía la noción de lo original. No hay contradicción entre lo manual y lo digital, sino una búsqueda de permanencia en un mundo donde todo tiende a desvanecerse.
Definir a Claudia Huizar es complejo. Su obra no pertenece al pasado ni al presente. Habita un espacio mental donde las imágenes se transforman en lenguaje. Y aunque el color grite, la pintura no habla. Susurra.