
Carolina Chávez Rodríguez
Si cierro los ojos, aún puedo oler algunas casas, incluyendo la de mis abuelos paternos, cuando comenzaba a llover. Acogedoras, amplias, térmicas. Las casas de adobe, con su aroma a tierra mojada y paja, pertenecen a la memoria colectiva mexicana. Sin embargo, lo que alguna vez fue el material más cotidiano del paisaje rural, hoy parece una rareza arquitectónica en extinción.
Hasta hace unas décadas, los pueblos y campos del país eran imposibles de imaginar sin las viviendas de adobe. Su desaparición progresiva no solo marca un cambio en los materiales, sino en la forma de habitar, hablo de casas más pequeñas, menos ventiladas, menos vivibles. Con ello se erosiona también una parte esencial de la cultura y del vínculo con la naturaleza.
El adobe, cuyo nombre proviene del árabe al-tub, es una mezcla de tierra cruda, paja y agua que se seca al sol. Es el material más democrático del planeta: abundante, accesible, biodegradable. Su uso ha acompañado a la humanidad desde tiempos prehistóricos y ha dado forma a algunas de las ciudades más antiguas del mundo, como Chan Chan en Perú, construida entre los siglos XIII y XV.
En México, su herencia se extiende por todo el territorio, desde Paquimé en Chihuahua —reconocida por la UNESCO como Patrimonio Mundial— hasta los pueblos del altiplano, donde aún se levantan muros que respiran y tejados que dialogan con el clima.


El adobe ofrece algo que la arquitectura moderna olvidó: equilibrio. Su inercia térmica mantiene frescos los interiores durante el día y cálidos por la noche. Regula la humedad, aísla del ruido, no contamina y permite la reparación con las manos. En un tiempo obsesionado con la velocidad y la obsolescencia, el adobe representa lo contrario: permanencia, paciencia y arropo.
La sustitución de esta técnica por materiales industriales ha sido tan acelerada como desproporcionada. Se han perdido construcciones patrimoniales, se ha devaluado el valor cultural de la tierra y, con ello, una sabiduría milenaria transmitida de generación en generación. Aun así, persisten ejemplos de resistencia: los monasterios del siglo XVI en las laderas del Popocatépetl, las casas de Mineral de Pozos en Guanajuato o los talleres de restauración en comunidades que buscan reactivar su uso.
El adobe no es un vestigio romántico, es una respuesta lúcida a la crisis ambiental y urbana contemporánea. Económico, ignífugo, regulador térmico y acústico, el adobe demuestra que lo sostenible no es una tendencia, sino una memoria ancestral que nos brinda soluciones evidentes a la forma en la que habitamos.
En los muros de barro y paja habita una lección, construir no siempre significa conquistar, a veces es simplemente aprender a convivir con la tierra, que jamás deja de ser nuestra casa.