Carlos Orozco Romero,  Autoretrato, 1948. Crédito: Museo Blaisten.

Carolina Chávez Rodríguez

En la genealogía del arte moderno en México, Carlos Orozco Romero ocupa un lugar específico y fascinante. Caricaturista precoz, autodidacta, director de museos y maestro de varias generaciones, encarna esa figura que se mueve entre el margen y la institución. No heredó apellidos ni fortuna. Apenas trece años tenía cuando abandonó la casa familiar en Guadalajara para vivir del lápiz. Desde entonces su vida fue un vaivén entre la calle, la prensa y los salones oficiales.

Hijo de un sastre que contrató a un excéntrico pintor como maestro —más guitarrista y bohemio que pedagogo—, Orozco Romero aprendió a traducir el absurdo y la ironía en imágenes. Pronto se conectó con el Centro Bohemio de José Guadalupe Zuno, espacio donde circulaban Siqueiros, Xavier Guerrero y otros nombres del muralismo. Sin embargo, su carrera no fue la de un muralista ortodoxo, sino la de un creador capaz de saltar de la caricatura a la pintura de caballete, del grabado al teatro, del activismo cultural a la dirección museística.

Carlos Orozco Romero, Mujer con paloma, 1978, óleo sobre tela, 100 x 80 cm. Crédito: Acervo Academia de Artes
Carlos Orozco Romero, Insomnio, 1965. Crédito: Acervo Academia de Artes

La paradoja lo persiguió siempre; en 1921 viajó a Europa becado por el Gobierno de Jalisco, pero no se dejó encandilar por las vanguardias (ya nos sabemos tantas historias en que sí, más bien, ahí se sostiene la carrera de tantos creadores deslumbrados). En Nueva York, con apoyo de la Guggenheim Foundation, pintó en 1939 Los hilos, pieza que marcó su estilo definitivo, más onírico que programático, más íntimo que propagandístico. A la par, fue responsable de abrir puertas a otros: en 1931, con Carlos Mérida, fundó la primera galería oficial de arte moderno; en 1946 cofundó, nada más que “La Esmeralda”, semillero de artistas que más tarde darían nombre propio a la pintura mexicana del siglo XX.

Carlos Orozco Romero, La títere, 1934. Crédito: INBA.
Carlos Orozco Romero, La Manda, 1942. Crédito: Museo Robert Brady.

Su biografía también es un inventario de instituciones: Escuela de Danza, Museo de Arte Moderno, Salón de la Plástica Mexicana, Academia de Artes. Sin embargo, no hay solemnidad en sus retratos de María, su esposa, ni en los paisajes de Tepoztlán. Hay cierta melancolía lúcida, un tono entre el sueño y la crítica, que hace que su obra sobreviva más allá de las placas conmemorativas.

Murió en 1984, a los 87 años, con neumonía y desnutrición. En T Magazine México, lo nombramos y recordamos como parte del corpus de grandes maestros del arte, pero sobre todo de pioneros, que se atrevieron a hacer lo impensable. 


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