Foto cortesía de @huesostudio.

Carolina Chávez Rodríguez

Ángela Carbajo es un volcán de nervios y sensibilidad, un pulso que estalla en castañuelas, en el abanico que abre el aire, en vuelos que dibujan una coreografía propia. Pero son sus ojos, ventanas de un alma generosa y potente.

La vitalidad no es una pose, es una corriente que se transmite y se comparte. En la duela, el cuerpo deja de ser simple materia y revela su otra vocación, la de conducirnos a estados más altos del espíritu. Ese mismo cuerpo que a veces se enferma, que se fatiga y se rompe, aprende también a curarse, a rehacerse, a seguir. En su baile hay temple y desborde, cuidado y riesgo, una ética de la escucha que convierte la técnica en presencia. Verla danzar es intuir que la belleza no es ornamento sino una forma de resistencia, un llamado a habitar lo que somos con sinceridad y coraje.

CC: ¿Quién es Ángela Carbajo?

AC: Me resulta extraño hablar de mí en tercera persona, así que te diré que soy de Las Arenas, en Bilbao, País Vasco. Mi madre es vasca y mi padre andaluz, y creo que esa mezcla ha marcado profundamente lo que soy. Me dedico al flamenco porque, aunque esta expresión está presente en todo el país, su raíz está en el sur, en Andalucía, donde nació mi padre. Aun así, crecí en el norte, en un entorno donde la música y el arte siempre estuvieron presentes. Aunque muchos piensan que soy andaluza por mis rasgos, en realidad soy vasca, del norte de España.

CC: ¿Cómo empezó tu relación con el baile? ¿Fue algo que elegiste o algo que te eligió?

AC: Llegó de manera natural. Suena a tópico, pero desde niña bailaba sin parar. Era algo instintivo. Empecé mis primeras clases a los tres años, aunque ya antes me movía al ritmo de cualquier música. Mi madre, que es profesora de música, fue quien me acercó al baile: ella misma tomaba clases y me llevaba con ella. Así empezó todo, con esa convivencia temprana entre música, cuerpo y expresión.

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CC: Tu trabajo une dos lenguajes que comparten raíz: el arte y la pedagogía. ¿Cómo dialogan en tu práctica el flamenco y la educación corporal?

AC: Para mí siempre han ido de la mano. El flamenco es mi gran amor, y la docencia, mi vocación. Creo que cada persona llega al mundo con un propósito, y el mío es acompañar a otros a través del cuerpo. Enseñar danza me permite guiar, contener y compartir. He aprendido que la pasión por el arte crece cuando se combina con la pedagogía: no solo bailas, sino que entiendes, transformas y ayudas a otros a encontrarse.

CC: Dices que todo el mundo puede bailar. ¿De verdad lo crees?

AC: Absolutamente. A veces mis alumnas me dicen “soy arrítmica”, pero yo no creo que existan personas arrítmicas. Solo necesitas que alguien encuentre la forma en la que tú aprendes. El ritmo está en todas partes: en la respiración, en la voz, en el latido. Pon música a un niño y verás cómo su cuerpo responde. Bailar es una pulsión natural, un lenguaje instintivo que todos poseemos.

CC: ¿Qué papel juega la memoria corporal en los procesos de transformación personal y emocional?

AC: El cuerpo tiene memoria. No es solo un envoltorio, es parte del alma. Cada movimiento lleva experiencias, emociones, heridas y alegrías. El cuerpo recuerda todo. En mi caso, el baile ha sido una terapia real. He bailado llorando, en momentos difíciles, y eso me ha permitido liberar cosas que no habría podido expresar de otra forma. La danza me conecta con lo que no puedo decir con palabras.

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CC: En el flamenco, el cuerpo vibra con una intensidad casi ritual. ¿Qué has descubierto en esa tensión entre control y desborde, entre técnica y emoción?

AC: El flamenco es visceral. Es un baile que nace del alma, del impulso. Cuando bailo, entro en una especie de trance; siento que salgo de mí. Pero también he aprendido que si te dejas llevar demasiado, pierdes el equilibrio, el compás. El arte está en encontrar ese punto donde emoción y control conviven. Ese equilibrio te permite conectar con el público de forma verdadera. Para mí, cuando el baile nace desde ese lugar de verdad, deja de ser una representación y se vuelve real.

CC: En tus clases, ayudas a las personas a reconectar con su cuerpo. ¿Qué resistencias encuentras con mayor frecuencia?

AC: Para mí, lo fundamental en el baile, como en la vida, si tuviera que escoger solamente un valor, sería ser buena persona. Pero ser buena persona no es solamente ser buena persona con el resto. Para ser buena persona con el resto tienes que ser buena persona contigo misma. Esa falta de amor propio, esa falta de escucha, esa falta de respeto cuando de repente, no, “es que a mí eso no me sale”, o es que “me veo fea”. Pero el baile te exige escucharte, quererte. La vergüenza —no tanto de hacerlo mal, sino del qué dirán— es la gran barrera. Y justo ahí entra mi trabajo: acompañarlas para que descubran su propio lenguaje. Cada persona es única; yo solo muestro el camino para que se atrevan a recorrerlo.

CC: ¿Qué consejos das para reconectar con el cuerpo en la vida cotidiana, más allá del baile?

AC: Empieza el día sin mirar el móvil. Aunque sea media hora, regálate silencio. Respira, siéntate, escucha. Alimenta bien tu cuerpo, sal a la naturaleza, aunque solo sea a mirar algo verde. Y escucha música. No con técnica, sino con presencia. Ponla mientras tiendes la cama, cocina o caminas. La música tiene un poder sanador inmenso. Y algo más: permítete sentir. No todo tiene que verse bien. Si un día quieres llorar, hazlo. Si estás feliz, celébralo. La honestidad emocional es también una forma de salud.

CC: ¿Qué le dirías a quienes temen bailar o moverse?

AC: Les preguntaría primero: ¿por qué temes moverte? Yo tengo alumnas en silla de ruedas que bailan con una fuerza impresionante, te lo juro por Dios. No se trata de coreografías, sino de conectar con lo que eres. Empieza sola, en casa, con música, sin expectativas. Y sí, (como decías), bailar desnuda frente al espejo es un acto precioso de ternura hacia una misma. Es sanar desde dentro. El miedo a bailar casi nunca es físico, es emocional. 

CC: En tu caso, ese impulso se ha transformado en un proyecto hermoso: YoSoyArte. Cuéntame de él.

AC: Vale, lo puedes decir, pero quiero que sepas que eres la primera persona fuera de mi familia, fuera de mi círculo a la que se lo digo: Es el sueño de mi vida. Después de muchos años de trabajo y ahorro, estoy terminando las obras de un centro motivacional que se llamará Yo Soy Arte. No es un nombre egocéntrico: quiero que, desde el momento en que alguien diga “voy a Yo Soy Arte”, ya esté afirmando su propio valor. Será un espacio para aprender, moverse, sanar y reconectar con las ganas de vivir. Porque eso es lo que he visto en todas mis alumnas: que cuando se reconectan con su cuerpo, recuperan las ganas.

CC: “Las ganas mueven el mundo”, dijiste.

AC: Sí. Puedes tener salud, dinero o belleza, pero si no tienes ganas, no hay vida. Y las ganas también se educan. Por eso YoSoyArte nace desde ahí: para recordarnos que somos creación, somos belleza, somos movimiento.

CC: Gracias, Ángela, por recordarnos eso.


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