
Por Daniel González
Decía Jorge Luis Borges que le molestaba que al resto del mundo le gustara Buenos Aires tanto como a él: “es un amor así, celoso”, contaba el escritor. No tuvo demasiado éxito con su aforismo. Porque la capital argentina, por su propia idiosincrasia, por su arquitectura, por su manera de enfrentarse a la vida y a las adversidades y por su infinita capacidad para redescubrirse continúa siendo una de las joyas urbanas de Latinoamérica. Sumida en un profundo ensoñamiento interior durante los últimos 15 años, la ciudad parece haberse reencontrado consigo misma en los últimos tiempos. Y lo ha hecho sin perder de vista las tradiciones (clichés en algunos casos). También en el plano gastronómico. Así sucede con los asados. Antaño símbolo de la transversalidad social que se construyó en el país tras la Segunda Guerra Mundial, las cenas alrededor de las brasas se han sofisticado en la actualidad hasta convertirse en fine dining, con Don Julio (una estrella Michelin) y Elena (en el interior del hotel Four Seasons) como principales representantes de esta corriente.
La carne, sin embargo, empieza poco a poco a perder protagonismo en la oferta gastronómica porteña. Continúan vivos, evidentemente, bodegones y parrillas más populares y turísticas como El Ferroviario, en el barrio de Liniers; La Brigada, en San Telmo; Solomía, en Núñez, y El Obrero, en La Boca, pero el rumbo de las cocinas ya no es tan fijo como solía.


Gran Dabbang es un buen ejemplo. Ubicado en el barrio de Palermo, este coqueto local con cocina abierta resume toda la experiencia de vida de su chef Mariano Ramón, incansable trotamundos. El nombre del restaurante es un homenaje a una película de Bollywood y su carta un viaje por las cocinas de India y el sudeste asiático. Sus platos, elaborados con ingredientes locales y todos para compartir, son una bocanada de umami con notas dulces, ácidas y saladas en perfecto equilibrio, un saber hacer que ha sido reconocido por la lista 50 Best Restaurants (ocupa el 18º lugar de Latinoamérica). ¿Imprescindibles? La panceta ahumada con miel de caña y salsa de pescado, ajíes chinos y durazno con nam prick y eneldo; la kulcha de guayaba y ricota de oveja con chutney de porotos negros, y el curry de cordero con naranja y aguaribay. La carta de vinos es igual de arriesgada, plagada de caldos biodinámicos y naturales como perfecto maridaje para el crisol de sabores de que representa Gran Dabbang.


Lejos de la modernidad palermitana, en el residencial barrio de Núñez, el restaurante Baja América se erige como uno de los grandes referentes de la nueva cocina argentina, más cosmopolita, más intelectual, quizá. En este local con aires de bistró francés, el chef Antonio Bautista ha sido capaz de condensar todo el continente en un menú cerrado de siete tiempos “inspirado en los productos y sabores latinoamericanos y maridado con vinos argentinos”, según se define el propio restaurante en sus redes. Un universo en el que destacan el caldo de camarones marinados en almíbar, aceite de achiote y salsa de ostras con aros de cebolla; los dumplings rellenos de chorizo y frijoles en sopa de cilantro; el tartar de res, elaborado con sriracha casera de jalapeños rojos, mayonesa de lima, huacatay y chips de plátano verde y el mole de membrillo.


De regreso en Palermo, y en un ambiente mucho más relajado, Chori reimagina el choripán con ingredientes a priori antagónicos para el que está considerado como uno de los pilares de la cultura popular argentina. Aquí, los tradicionales pan y chorizo, ya sea este de cerdo o ternera, conviven sin complejos con ingredientes como los hongos, la arúgula, el cilantro, la mayonesa de ajo, las reducciones de naranja, el queso cheddar, los pepinillos encurtidos o el morrón asado. Comida informal ahora renovada, pero con la misma vocación callejera de siempre.
Buenos Aires sigue y seguirá siendo monumental, futbolera y carnívora (no necesariamente en ese orden), pero los tiempos están cambiando en la urbe sudamericana, cada vez más abierta, cada vez menos ensimismada.