
Carolina Chávez Rodríguez
La historia de Cristóbal Balenciaga (Guetaria, 1895) comienza en un taller modesto del País Vasco, donde observaba en silencio a su madre coser para las familias acomodadas de la región. Ese gesto —mirar cómo una tela adquiere forma entre las manos de alguien más— le dio la primera lección: antes de diseñar, hay que escuchar. Antes de innovar, hay que entender la materia.
A los doce años ya trabajaba como aprendiz. A los diecinueve abrió su primer taller. No tardó en vestirse de respeto: lo llamaban “el modisto de los reyes”. Sin embargo, la verdadera revolución sería París, ciudad a la que llegó en 1937 tras cerrar sus casas en España por la guerra. En la Rue George V construyó un imperio silencioso, sin prisas y sin buscar la fama. Balenciaga nunca se dejó seducir por el ruido, se mantuvo fiel al rigor.
En su atelier, el gesto era tan importante como la forma. Balenciaga cortaba sobre el maniquí, modelaba directamente en el cuerpo, experimentaba con volúmenes inéditos y estructuras que parecían desafiar la gravedad sin perder armonía. Su obsesión por las proporciones era absoluta. Fue él quien renovó las líneas fundamentales del siglo XX: eliminó la cintura, liberó el cuerpo, creó siluetas que parecían esculturas —el “saco”, el “túnica”, el “babydoll”— y entendió que el verdadero lujo no reside en el ornamento, sino en la construcción.
Coco Chanel decía que él era “el único verdadero couturier”, porque diseñaba, cortaba y cosía. Dior lo llamó “el maestro de todos nosotros”. El reconocimiento no se lo dio el mercado, sino la disciplina. Balenciaga nunca jugó a la moda como espectáculo: trabajó desde la quietud, el anonimato relativo, la perfección que se hace a puerta cerrada. Era devoto de la técnica, de la precisión y del silencio como método creativo.

Su obra fue también un laboratorio de materiales. Introdujo tejidos rígidos, gazares, tafetas que sostenían el volumen sin perder ligereza. Diseñaba como un arquitecto y cosía como un escultor. Sus prendas no buscaban conquistar miradas, sino sostener una idea; la belleza es estructura.
Cuando anunció el cierre de su casa en 1968, París se quedó sin su brújula. “La moda es un perro voraz que exige siempre novedades”, dijo alguna vez. Su manera de entender el oficio no tenía espacio para la inmediatez creciente. Volvió al silencio del que vino. Murió en 1972, dejando un legado que ninguna tendencia ha logrado erosionar.