
Carolina Chávez Rodríguez
Hace unas semanas viajé desde Baja California Sur al Foro Indie Rocks, en Ciudad de México, donde incluso el tráfico me ofreció algo parecido a un preludio. Iba con mi madre. La última vez que compartimos un concierto fue hace catorce o quince años; ahí estábamos, juntas otra vez, en un encuentro ritual que solo se explica desde la ternura: amoroso, profundo, íntimo. Eso es Helado Negro. Familiar, cadencioso, cercado.
Hay algo en su sonido que abre una puerta a la historia personal. Como evocar el ruido suave de un cumpleaños abarrotado de primos, el calor de un beso adolescente, esa despreocupación que se niega a cederle espacio a la tristeza o al hartazgo. El pasado 11 de noviembre, en el Foro Indie Rocks, Helado Negro ritualizó una melancolía colectiva que no pesa, sino que se expande. Una melancolía hecha de beats luminosos, tardes de agosto y líquidos fríos que envuelven. Una emoción que trasciende la hostilidad clásica del clubber chilango —ese espacio nocturno donde tantas veces cuesta dejarse sentir— para celebrar la audacia sensible y la ternura adolescente.

Su música tiene esa cualidad: convierte lo íntimo en comunidad, lo individual en un eco compartido. Roberto Carlos Lange, hijo de migrantes ecuatorianos, creció entre idiomas y recuerdos que no terminan de asentarse. Desde pequeño se obsesionó con el sonido como imagen. Ya en los noventa, mientras veía “Liquid Television” en MTV, intuía que el arte visual podía ser acústico y que la memoria también tenía textura. Su formación en diseño de sonido y arte por computadora consolidó esa mirada híbrida.
Lo suyo no es componer canciones, sino ambientes emocionales.


Helado Negro nunca ha trabajado desde un género, sino desde una sensibilidad. Sus colaboraciones tempranas con artistas visuales, como David Ellis, lo llevaron a tratar la música como un objeto plástico, capaz de ser moldeado, golpeado, transformado. Ese gesto experimental permanece en cada álbum: capas que se deslizan, voces que respiran cerca, ritmos que parecen latidos contenidos.
El resultado es un sonido que funciona como refugio. Una música que reconoce a quienes crecimos entre fronteras simbólicas, entre lenguas mezcladas, entre historias que no encajan del todo en ningún país. Escucharlo implica reconocerse en ese vaivén entre pertenencia y desplazamiento.
Porque Helado Negro no recurre a la nostalgia como un ancla, sino como un movimiento. Recordar para avanzar. Bailar para no romperse. Conectar para no perderse. Volver a sentir con ingenuidad, con un optimismo irracional que nos ayuda a bailar suave, con los ojos cerrados.