
Carolina Chávez Rodríguez
En el imaginario del cine mexicano, pocas presencias han sido tan hipnóticas como la de Lorena Velázquez. Su figura alta, su elegancia mexa y su mirada entre melancólica y desafiante definieron una era en la que el cine nacional coqueteaba con el misterio. Fue la mujer vampiro, la reina invasora, la musa de El Santo y el rostro del deseo y el peligro. Pero, sobre todo, fue una actriz que llevó la fantasía al terreno de lo sublime.

Entre el mito y la máscara
En los años sesenta, el cine mexicano encontró en ella un rostro para sus delirios más fascinantes.
En Santo contra las mujeres vampiro (1962) y El planeta de las mujeres invasoras (1966), Velázquez consolidó el arquetipo de la heroína sobrenatural, una mujer poderosa, dueña de su cuerpo y de su misterio.
Su altura —1.75 metros— y su elegancia coreográfica le daban una presencia que imponía respeto incluso en los géneros populares. Era una belleza moderna, fría y carnal a la vez, capaz de transformar una cinta de bajo presupuesto en un espectáculo visual.
“Yo le debo mucho al Santo, porque de más de doscientas películas, por las cinco que hice con él soy recordada”, decía con humor. Y no se equivocaba: fue en ese universo donde la actriz se convirtió en leyenda.
Las películas que compartió con el Enmascarado de Plata hoy son objeto de culto en festivales internacionales y en cinematecas europeas, donde se le celebra como una figura esencial del cine fantástico latinoamericano.

La mujer detrás del mito
Nacida en 1937, Lorena Velázquez creció entre escenarios. Su madre fue actriz y su padrastro, el actor y director Víctor Velázquez, quien le dio su primer papel como bailarina a los trece años.
Su formación en ballet marcó para siempre su manera de habitar la cámara: cada gesto, cada giro del rostro, parecía parte de una coreografía precisa.
A finales de los cincuenta participó en el certamen Señorita México y poco después comenzó una carrera que la llevaría a protagonizar más de un centenar de producciones de cine y televisión.
Su versatilidad la llevó del terror al melodrama y de ahí a la comedia, donde compartió créditos con figuras como Germán Valdés “Tin Tan”, Mauricio Garcés, Clavillazo, Resortes y Viruta y Capulina.
Junto a su hermana Tere Velázquez filmó El rapto de las sabinas (1962) en España e Italia, un rodaje que recordaría siempre como uno de los momentos más felices de su carrera.

Una belleza que desafió su tiempo
Le ofrecieron papeles que implicaban desnudos o personajes complacientes; siempre dijo que no.
“A mí nunca me contrataron para hacer desnudos, porque luego mi hijo iba a venir a decirme: ‘mamá, ¿saliste encuerada en la película?’”, contaba entre risas.
En un medio dominado por la mirada masculina, Velázquez construyó una imagen de sensualidad propia: elegante, fuerte pero sin concesiones.
Recibió una Diosa de Plata y un Premio ACE por su trabajo, pero su verdadero reconocimiento está en la memoria de quienes crecieron viéndola en las pantallas del cine de barrio, iluminada por luces moradas y humo artificial.

Su nombre vuelve a resonar entre películas, fotogramas y homenajes. Lorena Velázquez pertenece a esa generación de actrices que no solo actuaban, sino que encarnaban un estilo de época, una sensibilidad que mezclaba glamour, misterio y melancolía.
Su legado sobrevive en la estética del cine mexicano, en la fascinación por las heroínas imposibles y en la certeza de que el arte también puede ser un conjuro contra el olvido.
Como toda mujer mítica, Lorena Velázquez no murió: simplemente regresó al lugar de donde provenían sus personajes, ese reino donde la oscuridad también tiene belleza.