Foto Unsplash.

Carolina Chávez Rodríguez

En el origen, antes de los spas y los suplementos, ya estaba el mar. Desde las antiguas culturas del Mediterráneo hasta los rituales mexicas —uy, qué decir de los mayas—, el agua salada ha sido considerada una fuente de purificación y renacimiento. Hoy, en medio de la saturación urbana y la hiperconexión, volver a bañarse en el mar se percibe menos como una práctica recreativa y más como un gesto de regreso a lo esencial.

Más allá de la poética que habita en este gesto, hay ciencia. El agua marina contiene minerales —magnesio, sodio, potasio y yodo— que hidratan, cicatrizan y revitalizan la piel. Al sumergirse, la sal actúa como un exfoliante natural, estimulando la regeneración celular y mejorando la elasticidad. En ese contacto también hay memoria porque el cuerpo reconoce su parentesco con el agua, se desintoxica, se relaja.

Playa en Los Barriles, Baja California Sur. Foto: cortesía.
Foto Unsplash.

Caminar por la orilla activa la circulación y el sistema linfático; nadar o flotar en el mar tonifica los músculos y alivia dolores articulares. Respirar la brisa marina, rica en yodo, limpia las vías respiratorias y despeja la mente. Pero quizá el beneficio más profundo no esté en los minerales, sino en la sensación de entrega, en la quietud que produce el sonido de las olas, en el silencio que aparece cuando el cuerpo se deja llevar.

Los antiguos creían que el mar podía lavar las penas. Hoy, la neurociencia lo confirma, estar cerca del agua reduce el cortisol, estabiliza el ritmo cardíaco y favorece el sueño. En tiempos de estrés crónico y exceso de estímulos, el baño marino es una pausa necesaria. Un ritual de salud y de memoria que nos recuerda que el cuerpo necesita ser tocado por la naturaleza para sanar.

El agua y la sal, en su aparente simpleza, siguen siendo una alquimia. Sumergirse en el mar es volver al origen, un acto de limpieza, una confesión y una reconciliación con la vida.


TE RECOMENDAMOS