
Carolina Chávez Rodríguez
«No he hecho todo lo que he hecho para terminar mi vida engrosando el número de recluidos en un sanatorio. Merecía algo más».
Camille Claudel
Hay artistas cuya obra parece tallada en el tiempo lo mismo que en la piedra. Camille Claudel fue una de ellas. Su historia, a medio camino entre el genio y la tragedia, es la de una mujer que intentó esculpir su libertad en un mundo que no sabía cómo mirar a las mujeres artistas.
Nació el 8 de diciembre de 1864 en Villeneuve-sur-Fère, Francia. Desde niña modelaba figuras de barro con los dedos, mientras su hermano Paul, futuro poeta y diplomático, era su primer espectador. Aquella infancia rural, rodeada de tierra húmeda y silencio, marcaría para siempre su relación con la materia, su búsqueda no era la forma, sino el alma.

Su familia se mudó a Nogent-sur-Seine, donde comenzó su formación artística en la Academia Colarossi, una de las pocas instituciones que aceptaba mujeres. Ahí encontró su vocación definitiva. En 1883 conoció a Auguste Rodin, que por entonces tenía cuarenta y tres años. Camille apenas diecinueve. Fue su alumna, colaboradora, amante, musa y rival. Una relación de quince años que moldeó su destino con la misma intensidad con la que el mármol resiste el cincel.

Juntos trabajaron en Las puertas del infierno y Los burgueses de Calais, dos de las obras más célebres de Rodin. Pero Camille, además de aprendiz, fue autora de un lenguaje propio. Esculturas como Giganti, Sakountala o La edad madura revelan una sensibilidad única, casi mística, donde el movimiento y la emoción femenina aparecen como fuerza creadora.

Su ruptura con Rodin en 1893 fue también el inicio de su caída. Claudel comenzó a vivir en soledad, desconfiando de todos y obsesionada con la idea de que su antiguo maestro la espiaba. Destruyó parte de su obra, dejó de exponer y fue apartada de los círculos artísticos. Diez años después, su madre y su hermano ordenaron internarla en un hospital psiquiátrico. Tenía cuarenta y nueve años.
Nunca volvió a salir. Durante treinta años permaneció recluida en Montdevergues, en un estado de abandono físico y moral. Su madre nunca la visitó. Paul Claudel, católico devoto y diplomático, se negó a pagar su manutención. En 1943, Camille murió a los setenta y ocho años y fue enterrada en una fosa común.

Su nombre desapareció por décadas, pero su obra sobrevivió al silencio. Hoy, Claudel ocupa un lugar propio en la historia del arte. No solo por haber sido la discípula o amante de Rodin, sino porque su mirada transformó la escultura moderna. Fue una de las primeras en representar la pasión, la culpa, la locura y el deseo desde una voz femenina.
El destino, siempre paradójico, quiso que fuera Rodin quien aprobara en vida una sala con su nombre en su museo. En 1952, su hermano Paul donó algunas de sus piezas al Musée Rodin y, en 2017, la casa de su infancia se convirtió en el Musée Camille Claudel, que resguarda cuarenta de sus esculturas y el eco de su genio.
La historia de Camille Claudel es también la de muchas mujeres borradas de los mármoles de la historia, creadoras, rebeldes, incomprendidas. En cada fragmento de piedra que moldeó, hay una lección de dignidad.
Camille no quiso ser musa, ni mártir. Quiso ser escultora. Y lo fue.