Crédito: cortesía del artista.

Redacción T Magazine México

Hablar de Diango Hernández es hablar de un tránsito: el del cuerpo, el de las ideas, el de las formas que cambian de significado al cruzar fronteras. Nacido en Cuba en 1970, Hernández comenzó su carrera en los años noventa, en medio de una crisis económica y emocional que transformó la isla tras la caída de la Unión Soviética. En ese contexto, el arte se convirtió en un refugio y, al mismo tiempo, en un espacio de confrontación.

Fue uno de los fundadores de Ordo Amoris Cabinet (OAC), un colectivo que operó como laboratorio de pensamiento visual en plena precariedad. Aquella experiencia marcó su relación con la colectividad, la memoria y la resistencia simbólica. Los objetos cotidianos —una silla rota, un cartel, una mesa improvisada— se transformaban en alegorías políticas. Lo que parecía simple, en realidad estaba cargado de ironía y crítica, un modo de sobrevivir a través de la imaginación.

Crédito: cortesía del artista.
Crédito: cortesía del artista.

A principios de los 2000, Hernández se trasladó a Europa, donde consolidó una práctica profundamente vinculada con la tradición conceptual, pero atravesada por una sensibilidad poética que le pertenece. Su trabajo no busca la denuncia directa, sino la sutileza de la contradicción. Entre la nostalgia y el análisis, entre lo íntimo y lo ideológico, su obra indaga en cómo la cultura moldea nuestras formas de habitar y recordar.

La memoria es la única patria que no se exilia. Crédito: cortesía del artista.

En 2009 recibió el Premio Rubens, un reconocimiento a su aportación al arte contemporáneo y a una trayectoria que, sin abandonar la memoria cubana, ha dialogado con los lenguajes del arte occidental. Su obra, exhibida en instituciones de Europa y Norteamérica, actúa como un espejo fragmentado donde las historias personales y colectivas se confunden.

Más que narrar el exilio o la pérdida, Hernández propone una arqueología del presente.


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