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Carolina Chávez Rodríguez 

Vera Wang nunca imaginó revolucionar la moda nupcial, y es que su primer sueño fue convertirse en patinadora olímpica, ambición que se disolvió cuando quedó fuera del equipo estadounidense en 1968. Con el hielo derritiéndose bajo sus pies, se inclinó hacia otra pista, quizá más resbaladiza, obviamente se trata de la moda.

A los 23 años ya era una de las editoras más jóvenes de Vogue. Permaneció 16 años en la revista, ascendiendo con disciplina y paciencia hasta el día en que, en 1987, vio pasar de largo el puesto de editora en jefe. Ese desaire la empujó a Ralph Lauren y, poco después, a su propio cuestionamiento, preguntarse qué hacer con lo que nadie le concedía.

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La respuesta estaba escondida en algo tan íntimo como su boda. Al no encontrar un vestido que se ajustara a lo que imaginaba, decidió diseñarlo. En 1990, con 40 años y contra las expectativas de una industria que suele devorar a las mujeres mayores de 30, abrió su primera boutique en el Carlyle Hotel de Nueva York. Ese giro —tan improbable como necesario— la convirtió en arquitecta de un imaginario, pensando en novias menos vírgenes y más contemporáneas.

El tiempo le dio la razón. Mariah Carey, Victoria Beckham, Gwen Stefani, Ariana Grande o Chelsea Clinton pasaron por sus creaciones. Sus vestidos aparecieron en Sex and the City (cómo olvidarlo, ¿no?), en los Juegos Olímpicos —vestidos por Nancy Kerrigan, Michelle Kwan o Nathan Chen— y hasta en la irreverencia de Sharon Stone, que en 1998 combinó una falda de Wang con una camisa blanca de Gap para los Oscar.

Hoy, Vera Wang es sinónimo de un lujo que sabe moverse entre lo inaccesible y lo democrático: del couture a un rack de bridal, de la joyería con Zales a fragancias masivas. Su historia permanece como recordatorio de que la moda —esa pista de la que hablábamos— puede dar segundas oportunidades. Eso sí, nunca sin antes devorar a sus aspirantes.


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