La chef mexicana Daniela Soto-Innes, fotografiada en su restaurante Rubra el pasado 3 de agosto.

Por Kira Álvarez   

Fotografía por Maureen M. Evans  

La primera impresión no llega por el paladar, sino por el oído: el Pacífico golpea con cadencia como si afinara la escena; más cerca, los jardines responden con un rumor de hojas, el zumbido gentil de insectos y el movimiento de las palmeras que aún guardan sol. Caminas por un pasaje de vegetación hasta un túnel breve de concreto rosado. Durante un segundo, el mundo se estrecha y, al salir, la vista se abre de golpe: junto a una monumental fachada que despierta nuestra curiosidad se despliega la terraza luminosa de Rubra y, al fondo, el área de comedor, ahora convertido en telón para una cocina que trabaja a tiempo vivo. El enramado interno deja una retícula de sombra pautada que convierte el mediodía en una hora respirable. En el conjunto, la materia manda: terrazo, madera, cerámica hecha para tocar, vidrio soplado que atrapa el resplandor justo… No hay ansiedad de novedad, sino una tranquilidad deliberada y una elegancia que se entienden como discreción. Ese diseño, dicen, se inspiró en la geología de las Islas Marietas y en la arena misma de la costa: en vez de nombrar el paisaje, Rubra lo incorpora. 

La arquitectura se propone desaparecer en el paisaje —esa fue la consigna—: un monolito terso, una paleta tonal que abraza, materiales que, más que exhibirse, acompañan. Es un espacio pensado para que el ritual suceda: la conversación al centro, el ritmo del servicio como respiración y el primer pase como un latido empujado por el asombro. “Arquitectura sin distracciones”, dicen Ignacio Urquiza y Ana Paula de Alba, arquitectos encargados del diseño, del restaurante y la imagen toma sentido apenas te sientas: la luz cae como una trama oblicua y la cocina resplandece como joya; es totalmente visible, pero no invasiva, el paisaje entra y sale según la brisa. La cava y barra están alineadas con el clima gracias a una fachada corrediza que puede cerrarse sin perder aire ni luz. Es como si el lugar hubiera decidido su propia gramática y solo hubiera que sentarse a contemplar su magia. 

En el comedor de Rubra el concreto rosado abraza la madera y la cerámica.

Rubra no es la prolongación obvia de un hotel (está en el W Punta Mita), sino la estación de trabajo —y culto— donde Daniela Soto-Innes eligió volver a cocinar con una calma feroz. Tras el ruido y la gloria de Nueva York, ahora proclama la costa como su casa con una imagen insistente: una huerta que alimenta la cocina que es a la vez un perímetro de tierra y tiempo como primera condición del sabor. “Con este espacio quisimos evocar un capullo, un vientre en el que te sintieras acogido y con esa sensación de pertenecer”, menciona la chef, sobre un espacio que abrió sus puertas el año pasado. La Guía Michelin lo contó con claridad: antes de abrir, cultivó, caminó, olió, sembró y volvió a oler. Ese gesto —casi obstinado— es la brújula del restaurante. Una ética de origen que coloca la materia viva por encima del artificio y devuelve a la cocina el sentido de oficio: observar, esperar y apreciar.

La mañana en Rubra huele a hoja santa, a tortillas de maíz que se inflan con el fogón, a humedad trabajada. En el huerto me recibe Johnny Zúñiga, nayarita de sierra, primero biólogo marino y luego agrónomo por vocación —como si su biografía uniera dos saberes que aquí se necesitan: el mar y la tierra—. Se presenta sin alarde y con una precisión técnica que sorprende: “Nosotros mismos hacemos repelentes y agrofertilizantes para reducir costos y, sobre todo, para cuidar que no dañen a la fauna nativa. Llevo seis años metido en huertos; en Rubra empecé este desde cero, en un terreno que antes era inservible para el hotel”, dice, mientras aparta con el dorso de la mano unas flores de maracuyá.

Estefanía Brito, jefa de cocina.

Zúñiga habla de propagación, siembras, aplicaciones; de la necesidad de pensar los controles no como guerra, sino como un diálogo con el ecosistema. “Instalamos un hotel de insectos y bebederos para aves y polinizadores; desde entonces llegan meliponas, abejorros, colibríes. Las plantas germinan más rápido y la floración es otra. La idea es sencilla: si en el huerto me corren y allá me alimentan, las especies eligen solas”, resume con una sonrisa breve, como si enunciara un principio de urbanismo para bichos. Es el guardián de alrededor de 170 variedades de semillas y junto con la chef y su equipo revisan qué germinar y en qué ciclo según lo que la cocina pide y lo que la tierra concede.

Algunas mañanas, cuando germina algo imprevisto, lanza un mensaje a cocina: “Pegó la hierba tal, ¿les sirve?”; otras, la chef le consulta sobre frutos nativos: como el guamúchil o las parotas (también llamadas guanacastes). Esa conversación —parte ciencia, parte costumbre— es el latido rural de un restaurante que se sabe, a ratos, laboratorio de botánica. “Soñaba con cocinar con chaya, con hoja santa, con esos ingredientes únicos que aquí crecen de manera natural y que en Nueva York eran imposibles de encontrar. Es como abrir una despensa nueva, con todas las posibilidades, frente a mis ojos,” anota la chef en referencia.

Andrea Hernández, sommelier.

A unos pasos del huerto —en continuidad, no en contraste— se extiende un bar al aire libre de terrazo concebido por Tatiana Bilbao para Casa Dragones: una pieza redonda, nacida como sala de degustación en Art Basel Miami y ahora sembrada frente al mar. Allí, la coctelería es un ensayo de botánica y agave: hierbas del huerto viajan al vaso; el líquido conversa con el clima; el hielo suda lento. Ritmo de sobremesa, de conversación sin prisa. 

El menú de Rubra no es un manifiesto escrito: es un estado del jardín y del mar a ciertas horas. Los crudos actúan como prólogo. Uno de los favoritos es el callo de hacha sobre nopal con espuma tibia que huele a cedrón y a costa húmeda; en boca es una combinación entre terciopelo y frescor, una textura que demanda un sorbo de vino y que, sin embargo, regresa sola a su eje. Andrea Hernández, sommelier de la casa, lo marida con Envidia Cochina, un albariño de Rías Baixas con crianza sobre lías que “eleva” y luego “devuelve” el plato a tierra firme. “Para mí, chef Dani no solo es la mejor cocinera cuya comida he probado, cada vez me inspira, porque hay algo nuevo, pero también me lleva a una memoria. Tiene el equilibrio perfecto”, dice apoyada en la barra. Y al pronunciar “memoria” baja un poco la voz, como si se revelara un truco.

Valentina Brito, directora de servicio.

Hernández cuenta su biografía con vinos y rutas: Brownsville, Boston, Mendoza, CDMX… Su lista prioriza productores pequeños —viñedos de menos de treinta hectáreas—, etiquetas con arraigo que puedan leerse como una meticulosa búsqueda y amor por su arte. “Quiero que el comensal guarde un recuerdo: que cuando vuelva a probar esa botella, regrese a Punta de Mita”, dice con una convicción que no busca épica. En su repertorio, Austria y Alsacia conviven con los tintos costeros que aguantan humedad sin perder brío.

En los fogones está Estefanía Brito, jefa de cocina, que lleva una década trabajando con la chef Soto-Innes en Cosme, Atla y ahora Rubra. “Mi hermana (Valentina) y yo somos mano derecha e izquierda de Dani; vamos donde ella vaya”, dice con una mezcla de ternura y temple. Llegar a la playa fue, para ella, reconocimiento y aprendizaje: “Soy de Venezuela, ahí el fin de semana siempre tuvo arena”, dice. Nayarit le devolvió esa memoria y le exigió otra: “Tomamos tiempo para investigar qué nos da la tierra aquí, qué existe en México que la gente no conoce y podemos exponer”, continúa. El ejemplo que repite es el cuitzle, el fruto del agave, también llamado piñuela o timbiriche. “Hay que aprenderlo y trabajarlo. Dani nos inculcó mirar el producto y dejar que te hable: cómo transformarlo, cómo cocinarlo. El producto te va guiando”, explica la jefa de cocina.

Elisa Zubia, gerente general.

Valentina Brito, hoy directora de servicio, nació también en Venezuela y llegó al ajetreo de restaurantes por curiosidad, antes de descubrir que su lugar estaba en sala. “Aquí nadie camina sola. Dani nos involucró desde el minuto cero. Las decisiones —productos, proveedores, dinámica— se conversan. Nunca en solitario”, dice con una energía de capitana amable que contagia. Su día arranca en el coffee shop y, sin que nadie lo note, revisa aire, equipos y ánimos. Me lo cuenta sin dramatismo: sostener la temperatura emocional de un restaurante a cielo abierto requiere otra logística muy diferente, pero una misma precisión.

Brito agrega una cartografía invisible: un carrito de quesos armado con maestras queseras de rancho y ciudad, piezas de ceniza y romero que huelen a monte. “Es otra historia de México, no todo está en la vitrina”, anota, y suena a declaración de principios para un restaurante que eligió ensuciarse las manos. En su voz, el orgullo del equipo se repite: dos años de ensayo y error, moviendo tierra, aprendiendo del humor del sol y del carácter que la humedad le imprime a cada cosa. “Con este calor, los chiles pican más y la lechuga puede amargar. Es un trabajo diario y requiere mucho esfuerzo”, remata.

Johnny Zúñiga es el responsable agrícola.

Rubra es alegría con método. El ambiente de fine dining existe —la técnica, el servicio, la precisión—, pero no oprime: se siente una camaradería casi doméstica. “Me sentí arropada, consentida, una más de ‘las chicas’; te abren el corazón y se palpa la historia de esfuerzo colectivo detrás del éxito”, anoté en mi libreta. Y es que hay orgullo sin rigidez, una sororidad que no necesita anunciarse. El sentimiento comunitario, con tintes matriarcales, le viene a la chef desde la cuna. “En realidad, empecé en la cocina con mi mamá y mis abuelas, tres generaciones unidas entre sabores, pero desde antes en mi familia ya se cocinaba mucho. Desde muy chiquita estaba aprendiendo mientras me divertía. Quería trasladar ese sentimiento de asombro propio de mi infancia a Rubra: todo está pensado para provocar sorpresa y de paso, alegría”, relata. 

La ruta de los platos construye un territorio. La flor de plátano con mantequilla de algas y orégano orejón se despliega como una ofrenda, el mixiote de yaca se revela como una gran opción vegetariana sazonado con okra del huerto, verdolaga y un curry de leche de coco que opera como un ligero adobo. Los postres evitan la caricatura tropical: el milhojas de guanábana, cacao y cajeta es fresco y lácteo, una brisa que se instala sin empalagar. Cuando Hernández sirve el albariño, su lógica se vuelve visible: el vino alarga la línea del plato y después la redondea. no compite, sino que acompaña. “Quiero que quien venga guarde un recuerdo líquido”, dice. Y uno entiende que la memoria es también una forma de maridaje.

Soto-Innes en el jardín.

En la cocina, Brito lo llama “traslado”, ya que cada plato funciona como un pasaje —del jardín a la mesa, de la mesa a la historia del comensal—. “Cada plato es un traslado”, repite, y hay algo de teatro en su manera de marcar los tiempos de la línea. La veo cuidar la limpieza con fervor casi ceremonial: “Si la cocina no está preciosa, no se trabaja igual. Chef Dani dice que una cocina es como un Ferrari… Yo les digo que esta es un Lamborghini. Manténganla preciosa”, lanza, medio en broma, medio en serio. Al mismo tiempo, reconoce lo que Rubra ha hecho con ella: “Me ha hecho superar miedos, dirigir con seguridad; estar a cargo me maduró”.

Elisa Zubia, gerente general, llegó desde Quintonil con mirada atenta de hospitalidad. Pasó por la cocina, estudió gestión y decidió que su lugar estaba enfrente, con la gente, presente en la experiencia. Cuenta su camino con acento norteño y, de pronto, suelta la frase que sostiene el relato: “Me gusta estar, ver qué necesita cada mesa, acompañar”. Su historia con Andy [Hernández] y con las “chiquis” (las Brito) es una red que llega naturalmente a “la chef Dani” (como cariñosamente le llaman). El modo en que se encontraron —en CDMX, luego en la Isla Lummi y en proyectos que pedían manos, como The Willows Inn, restaurante de Blaine Wetzel, esposo de la chef— habla de cómo se arma un equipo en el siglo XXI: migraciones, amistades, confianza y conversaciones largas.

Uno de los frutos del huerto.

Por su parte, Soto-Innes —que fue James Beard Rising Star y World’s Best Female Chef 2019, la más joven en ganarlo— ha redirigido los reflectores hacia una noción menos espectacular y más útil: liderar es cuidar el espíritu del equipo. En entrevistas lo ha explicado con énfasis: prefiere la alegría como método, la comunicación como sistema, la gracia como disciplina. No se trata de suprimir la exigencia, sino de acompañar y de desplazar etiquetas que ya no le sirven —esa categoría de “la mejor… mujer”— para construir una práctica cotidiana más auténtica. “Para crear una nueva idea de cocina se debe de pensar de manera progresiva. Para mí, es importante redefinir la idea rígida que existe del fine dining con manteles blancos”, cuenta una mañana que se siente ligera luego de haber tenido noches repletas.

“La semántica de Rubra guarda secretos: significa ‘flor de mayo’, pero también volver a comenzar. Es la metáfora de florecer otra vez, en otro lugar y con otra energía. Una palabra que contiene estación y comienzo”, explica. No sé si habrá mejor síntesis para un restaurante que eligió medir su tiempo en germinaciones y mareas: volver a empezar cada día con un equipo dispuesto a seguir los ritmos de la naturaleza. Ese es el lujo, un paraíso trabajado que no se desentiende del clima ni de los oficios, que honra la tradición y que, cuando es necesario, inventa herramientas nuevas. “Celebramos la naturaleza y los ciclos de los ingredientes locales, ofreciéndo una experiencia inspirada en la costa mexicana. Rubra es un espacio donde los sabores hablan, los encuentros trascienden y cada momento encuentra su sentido”, continúa.

Cocina de Rubra.

Cuando cierro la libreta y miro el mar, me doy cuenta de que he estado en un restaurante  que también es huerto, taller y escuela; un sitio donde la cocina mexicana —tan harta de etiquetas— encuentra otra vez su tono para volver a ser comunitaria y feliz. “Me fui con ganas de volver”, escribí. Rubra, con su cocina tropical, hace de lo estacional su ley y echa mano de su arquitectura para diluir la frontera entre interior y exterior. Pienso en lo que un equipo formado por mujeres —y por algunos hombres que aprendieron otra cadencia— ha construido en unos pocos meses: un lugar donde la disciplina convive con el afecto, que ofrece excelencia sin necesidad de performance; un espacio que se siente como casa.

Vuelvo al huerto de noche, cuando el aire refresca un poco y la humedad deja un brillo fino en los tallos. Si uno se queda lo suficiente, entiende aquello que Zúñiga había dicho con naturalidad: no todos los insectos son plaga. Hay luces pequeñas que van de flor en flor, hay un lenguaje bajito que sostiene la escena, cedrón, albahacas de doce tipos (africana, thai, morada, limón…), chiles que se afilan con el calor, okra que cruje a la parrilla, verdolaga que reverdece el plato. De ahí salen las semillas que mañana viajarán a cada plato. La idea de santuario —bebederos, fruta, insectos— insiste. La noche también tiene su sobremesa.

Cuando, a últimas horas, La Palapa (el bar adyacente ubicado en el huerto) recoge vasos y limpia el terrazo, queda un olor tenue a agave y cítricos mientras algún bartender seca hojas y las guarda para infusiones del día siguiente. La tequilería Casa Dragones convirtió aquí su idea de tasting en conversación con cocteles que usan el silencio del mar como ingrediente. Entre ellos están La Curandera, con manzanilla y manzana verde, y Yo Tambor, con tequila infusionado con chile y tamarindo. La barra confirma lo que sospechábamos. Disfrutar es una técnica mexicana y el tiempo, bien afinado, sabe. 

A Rubra se llega, sí, a comer, pero también a permanecer. Lo entendí cuando Valentina Brito me dijo, sin una pizca de solemnidad, que en su equipo “nunca nadie va en solitario”; cuando Hernández habló de recuerdos líquidos; cuando Estefanía Brito insistió en escuchar al cuitzle; cuando Zúñiga enseñó el hotel de insectos como quien muestra un milagro de barrio; cuando Elisa definió la hospitalidad como estar. Y, sobre todo, cuando la chef Soto-Innes se reveló como esa amazona que lidera no desde el pedestal, sino desde la mesa, con las manos hundidas en la masa y los ojos atentos a cada gesto de su gente. “Rubra no es mío, es nuestro. Yo solo vine a recordar que la cocina es un lugar de encuentro y alegría”, dice. Y en esa declaración se condensa el pulso del restaurante: un corazón colectivo, sostenido por muchas manos, pero latiendo al ritmo de una mujer que decidió cambiar la selva de concreto por la selva del Pacífico para levantar un templo rosado donde los sabores, los ciclos y la comunidad son sagrados. 


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