Redacción T Magazine México
Jean Schlumberger tenía un don para domesticar la rareza, ciertamente no lo hacía con suavidad, sino con un gesto caprichoso que convertía criaturas marinas y aves imposibles en joyas de salón. Tiffany & Co. lo supo y lo dejó hacer durante más de treinta años. Aquel gallo de oro que alguna vez posó sobre un topacio gigante fue su manera de recordarnos que la risa y la sofisticación no se excluyen.
Décadas después de su muerte, la casa vuelve a abrir sus cuadernos. En vez de reproducir piezas como si fueran reliquias, se decide por una lectura más inquietante, se trata de trasladar los dibujos de archivo a una contemporaneidad que, entre 3D y resinas, busca reproducir no sólo el brillo de las gemas sino también el trazo del lápiz.
En los talleres de Manhattan, el ala de un pájaro se convierte en brazalete de platino. La traducción es quirúrgica, naturalmente, más de 250 diamantes, engastes microscópicos, plumas que no son plumas. No se trata de una joya que imite a la naturaleza sino de un artificio que la disecciona y la recompone.
Ese pulso entre lo vivo y lo mineral recuerda que la alta joyería no es tanto un asunto de lujo como de poder. Vestirse con alas es apropiarse de lo que vuela. Y aunque el resultado final será celebrado como objeto de deseo, en el origen hay algo más ambiguo, un recordatorio de que el arte y la anatomía, en manos de los orfebres, siempre rozan la eternidad.