
Por Carolina Chávez
No todo comenzó en una barra kilométrica ni con granos tostados en hornos industriales. Chiquitito Café nació en la Condesa, en un espacio que hacía honor a su nombre porque es reducido, casi improvisado, pero con una idea clara —servir la mejor taza de café posible en un entorno amable. En 2012, eso ya era casi una declaración: un café que no se escondía detrás de espumas artificiales ni de franquicias multinacionales.


El origen del grano también fue un gesto de postura. En Boca del Monte, Huatusco, Veracruz, encontraron a su productor de confianza. Esa alianza sigue viva más de una década después. Con el tiempo sumaron microlotes de Oaxaca y Chiapas: la geografía cafetalera de México en versión concentrada, tostada y servida sin adornos.
Mientras las cafeterías de moda aparecían y desaparecían como temporada de aguacates, Chiquitito apostó por crecer despacio. Hoy suma seis sucursales —tres en la Condesa, dos en Lomas y una a pasos de Reforma—, pero conserva algo que muchos pierden en la multiplicación: carácter. El menú es amplio, sí, pero sin traicionar la obsesión inicial por el café. Los panqués y galletas son caseros, el matcha no se queda en polvo barato, y el servicio evita el tono aleccionador que tanto daño le ha hecho a la cultura barista.

Chiquitito Café es, en esencia, un lugar que entiende el ritual sin solemnidad. Que sigue demostrando que el buen café en la Ciudad de México no tiene que ser espectáculo ni fórmula, en general, basta una taza bien hecha, un barista que conoce su oficio y un espacio que, sin importar el tamaño, invita a quedarse.