
Por Carolina Chávez Rodríguez
Frida Kahlo caminó San Francisco como quien tantea un jardín distinto. Fue en esta geografía donde pintó Frieda and Diego Rivera (1931), pieza inaugural de una ironía que ya anunciaba su mirada indomable. Y fue ahí también, donde tras la ruptura tremenda, firmó de nuevo matrimonio en el City Hall. Entre la pintura y la firma, la ciudad quedó grabada no como postal de viaje, sino como bisagra íntima.

Este otoño, la Bahía vuelve a activar esa memoria. En @sfmoma, la obra de Frida y Diego respira como punto de partida, mientras el eco del mural Pan American Unity recuerda que México y Estados Unidos han sabido dialogar en grandeza y fractura. Afuera, la ciudad se presta a la ruta, cenas en Chinatown y en la Mission, un barco convertido en fiesta fridiana, el pan de masa madre que se disfraza de guiño. No es folclor empaquetado, mejor dicho, se trata de un mapa urbano que se deja leer en presente.


Los archivos cuentan que Frida llamaba a San Francisco “la ciudad del mundo”. Tal vez porque ahí, entre talleres y amistades, se diseñó a sí misma con un gesto adelantado, estructurando identidad como obra, cuerpo como campo de batalla. Esa brújula afectiva regresa ahora para devolvernos una mirada humana de esta artista, que también fue mujer, vivió y amó como mujer. Del Grito al Día de Muertos, la ciudad se piensa en femenino, en plural, en archivo vivo y tangible, que nos sigue conmoviendo por su autenticidad visceral.