El salar de Tara se sitúa a una altitud de 4,300 metros en el norte de los Andes chilenos, en el extremo este del desierto del Atacama.

Por Maggie Shipstead

Fotografías por Anthony Cotsifas

Cuando devolví el auto de alquiler en el aeropuerto de Calama, había recorrido 2,412 kilómetros por el desierto de Atacama, trazando un zigzag por el extremo norte de Chile. El lugar más seco del planeta —en disputa con regiones de la Antártida—, el Atacama cubre una superficie de entre 103,600 y 126,000 kilómetros cuadrados, dependiendo de qué tan amplia sea la definición, y se extiende a lo largo de 1,100 a 1,600 kilómetros de costa pacífica. Es un territorio definido por la ausencia, o al menos por una extrema escasez de agua, de vida. Todo lo que consigue sobrevivir aquí —personas, plantas, animales, incluso microbios— debe ser resistente, resiliente y estar bien adaptado. Desde la carretera, vi la vida aferrándose. Me adentré en el desierto y también vi lo que la sequedad preserva (huesos, ruinas) y lo que expone (riquezas minerales, el firmamento).

En la sala de salidas de Calama, un perro dormía estirado sobre una banca mientras un grupo de hombres se sentaba sobre su equipaje para no molestarlo. Casi todos los que hacían fila para documentar eran hombres. Chuquicamata, la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo —un agujero lo bastante vasto como para tragarse Central Park—, se encuentra a 15 kilómetros al norte de la ciudad. Los mineros entran y salen de la zona, algunos trabajan una semana y descansan la siguiente. “Todo el paisaje parece concentrarse, produciendo una sensación de asfixia en la llanura”, escribe Che Guevara en Diarios de motocicleta (1993), su relato póstumo del viaje por Sudamérica a inicios de los años cincuenta.

La minería subterránea en Chuquicamata comenzó en 2019, en busca de vetas agotadas tras más de un siglo de extracción. Desde la autopista, pasé junto a cerros de escoria dispuestos en terrazas, visibles entre una neblina polvorienta: una topografía a escala real de tierra agotada. Antes había un pueblo minero junto al tajo, con más de 20,000 habitantes, pero en los años 2000 —principalmente para cumplir con regulaciones ambientales— la empresa estatal que opera la mina construyó 3,000 casas en Calama y trasladó a toda la población. Pasé por uno de ellos. Las calles estaban casi en silencio de manera inquietante, un ejemplo de pulcritud suburbana plantado en un paisaje de aspereza inmaculada y absoluta.

Hay una larga historia de asentamientos y abandonos en el Atacama, de ciudades efímeras y pueblos fantasma. En lugares tan áridos que la supervivencia humana parece absurda, pasé frente a edificios ruinosos y dispersos, vestigios de la próspera industria del salitre del siglo XIX. Las carreteras del desierto tienen un dejo encantado, una sensación de vacío o de algo oculto. No lejos de Calama, pasé por un memorial dedicado a 26 personas asesinadas en 1973 por el escuadrón de la muerte del general Augusto Pinochet, conocido como la Caravana de la Muerte; sus cuerpos fueron enterrados en una fosa común, luego desenterrados y dispersados. Se encontraron fragmentos de hueso triturado en el lugar en 1990 por familiares que habían recorrido el desierto durante años. También pasé por un campo de turbinas giratorias y un solitario mar negro de paneles solares. En el Atacama, abundan el viento y el sol; lo extraordinario es el agua. 

Voltea a ver entre tus zapatos mientras estás de pie aquí y verás arena y piedra agrietadas. Mira ese mismo terreno desde un avión y la distancia revelará el fantasma del agua: los grabados ramificados y los surcos de antiguos cauces y arroyos resecos. Las formas de hojas de ginkgo de los abanicos aluviales se extienden a los pies de las montañas.

Las regiones más secas del Atacama son tan áridas y están tan expuestas a la radiación ultravioleta que los ingenieros astrobiólogos de la NASA utilizan partes de su interior prácticamente sin lluvias, conocido como el núcleo hiperárido, como análogos de Marte: lugares para probar robots e instrumentos y estudiar sus bacterias y hongos más resistentes en busca de pistas sobre dónde podría existir, o haber existido, vida microbiana marciana. 

El Atacama es una ventana figurada al espacio, una metáfora de otro planeta, pero también una ventana literal: la combinación de su sequedad extrema, su relativa desolación y sus zonas de gran altitud ofrece el cielo nocturno más despejado y oscuro que se puede hallar con certeza en la Tierra. Por eso otros países han invertido miles de millones de dólares en construir aquí grandes y sofisticados telescopios, con más en desarrollo.

Antes de partir en mi viaje por carretera de diez días el pasado enero, planeé un itinerario serpenteante para explorar toda la gama del desierto, desde el océano hasta las montañas, y atravesar su imponente corazón. Durante miles de años, las personas han enfrentado este lugar inhóspito y tomado de él lo que han podido. Yo quería entender qué ocurre cuando los seres humanos se empeñan en sacar algo de la nada.

Calama fue mi último kilómetro, y Arica fue el primero. Justo al sur de la frontera con Perú, Arica es una ciudad portuaria y una ciudad desértica, encerrada entre la vastedad húmeda del Pacífico y la vasta sequedad del Atacama. Aterricé pasada la medianoche, y desde el taxi rumbo al centro, vi letras coloridas iluminadas por reflectores en una playa: “Chinchorro”. Hacia 1915, un arqueólogo alemán, Max Uhle, descubrió restos humanos momificados en esa playa; los investigadores luego adoptaron su nombre —una palabra española que significa “red de pesca” o “bote pequeño”— para referirse a la cultura prehistórica a la que pertenecían esos vestigios.

Los habitantes de Arica sin duda conocían las momias antes de que llegara Uhle. La ciudad es como una necrópolis, me explicaría un antropólogo al día siguiente. Cavando en cualquier lugar, podrías encontrar huesos. Se cuentan historias de niños jugando fútbol con cráneos, y perros desenterrando partes humanas disecadas. Que las cuadrillas de construcción descubran huesos no es motivo de sorpresa. Arica ha estado habitada durante unos 9,000 años y, con tan poca humedad para alimentar la descomposición, el desierto conserva las pruebas. En Arica y sus alrededores están los muertos modernos, los muertos de la batalla de 1880 en la que Chile arrebató la ciudad a Perú durante la Guerra del Salitre —librada por los yacimientos de nitrato—, los muertos del tsunami de 1868 y los de dos siglos antes, cuando Arica era el final de una ruta de caravanas españolas que transportaban plata desde lo que hoy es Bolivia; también hay muertos de la era inca y preinca, desde que llegaron los Chinchorro, procedentes de quién sabe dónde —quizá de comunidades costeras más al norte, o del altiplano, o de ambos—, y se dispersaron gradualmente a lo largo de 640 kilómetros del litoral chileno.

El Valle de Marte, también conocido como el Valle de la Muerte.

Aunque sigue el debate sobre cuál es la región más seca del mundo —el Atacama o los Valles Secos de McMurdo en la Antártida—, el primero es indiscutiblemente el desierto no polar más árido. La precipitación media anual en su núcleo hiperárido es de 0.1 milímetros. En algunos lugares jamás se ha registrado lluvia, aunque el clima en los bordes del desierto es más moderado. La humedad llega a su flanco andino este en forma de lluvias provenientes de la cuenca del Amazonas o nevadas ocasionales, y a su costa como una niebla oceánica densa que merece un nombre propio: la camanchaca. Esta niebla sostiene oasis de cactus y tillandsias —más conocidas como plantas de aire—, y también, aunque la práctica aún no se ha implementado a gran escala, iniciativas humanas. En algunas comunidades donde el agua debe transportarse en camiones, simples dispositivos de plástico o malla metálica llamados atrapanieblas han hecho posibles proyectos agrícolas y de reforestación. En el poblado de Peña Blanca, justo al sur del Atacama, la niebla abastece de agua a una cervecería artesanal.

Aunque en algunas zonas del Atacama las temperaturas pueden caer por debajo de cero en invierno, en general el clima es relativamente templado, sobre todo en la costa. Para los Chinchorro —que vestían solo taparrabos o faldas de hierba y vivían en refugios con techos de juncos o pieles de mamíferos marinos—, esta región templada, con acceso a abundantes recursos marinos —peces, mariscos, aves, lobos marinos—, debía parecer tan paradisíaca como cualquier otro lugar para unos cazadores-recolectores prehistóricos.

El recepcionista de mi hotel se había quedado despierto. Me indicó a qué hora se servía el desayuno y hacia dónde huir en caso de tsunami. (Básicamente, cuesta arriba.) “Escuchará las sirenas”, dijo. “Son muy fuertes.” El hotel, de diseño minimalista y con un aire ligeramente deteriorado, estaba junto a la playa. A la luz de la luna, desde mi balcón, vi un lobo marino muerto rodando en el agua, pero por la mañana ya no estaba. Cientos de gaviotas y charranes bulliciosos se agolpaban en las rocas, entre ellos algunos zopilotes cabecirrojos. Mar adentro, los barcos pesqueros desfilaban con la proa en alto y regresaban más pesados. En el extremo sur de la ciudad, una planta imponente transformaba pescado en suplementos de omega-3.

Durante la noche, no había podido ver cómo la ciudad estaba encerrada por la arena. Un promontorio rocoso llamado Morro de Arica es su hito imponente e inconfundible, pero las colinas circundantes más bajas están recubiertas de dunas suaves, modeladas por el viento. Caminé por el malecón y luego subí por una empinada calle residencial hasta el Museo de Sitio Colón 10 para encontrarme con el antropólogo Bernardo Arriaza, experto mundial en los Chinchorros. Desde el exterior, el museo aún parece la casa privada de techo plano que alguna vez fue. En el interior, un piso de vidrio cubre la tierra arenosa de la que sobresalen huesos. Un desarrollador había comprado la casa con la intención de construir un hotel a inicios de los años 2000, pero los primeros estudios del suelo desenterraron una momia, luego otra —eventualmente unas 50, algunas naturalmente desecadas, otras cuidadosamente momificadas por manos humanas. Debido a que los restos eran tan numerosos y frágiles, la Universidad de Tarapacá compró el edificio y los dejó en su lugar.

Las primeras generaciones atacameñas quizás se acostumbraron a ver cómo los cuerpos enterrados se convertían en cáscaras, momificados de manera natural por el calor, la sequedad y el alto contenido salino del desierto. En un mundo tan árido, los muertos podían permanecer. Tal vez los Chinchorro concluyeron que los muertos debían permanecer, que la desecación significaba algo importante, que preservar los cuerpos apaciguaba las almas. En cualquier caso, dos mil años antes de que aparecieran las primeras momias egipcias, los Chinchorro comenzaron a momificar artificialmente a sus muertos. “Para mí —dijo Arriaza—, lo más fascinante es que usaban el cuerpo como un lienzo y creaban esta representación artística del fallecido: del individuo y también de los sentimientos de los vivos”. Las momias Chinchorro parecen esculturas o efigies. Si hubieras sido un especialista mortuorio Chinchorro hacia el año 4000 a. C., esto es lo que habrías hecho cuando alguien moría: desmembrar el cadáver. Quitar la carne pero conservar la piel. Limpiar los huesos. Reensamblar el esqueleto y reforzarlo con juncos y ramitas, formando un armazón sobre el que se esparcía una gruesa capa de arcilla, esculpiendo el cuerpo perdido. Volver a colocar la piel de la persona (o la de un lobo marino, en su defecto) y pintarla con manganeso negro o, en épocas posteriores, ocre rojo. Usar arcilla y pintura para modelar el rostro hasta que pareciera una máscara estilizada, plana y ovalada, y luego tallar los ojos y la boca. Colocar una peluca de cabello humano sobre el cráneo.

Los Chinchorro, a diferencia de los egipcios, momificaban a personas de todas las edades y clases sociales. A unos 110 kilómetros al sur de Arica, el valle de Camarones es el sitio de entierro de las momias más antiguas conocidas, todas de bebés y niños. Allí se puede estar sobre un suelo salpicado de fragmentos de conchas —restos de la dieta rica en moluscos de los Chinchorro— y ver cómo los huesos emergen del terreno, junto con capas de esteras de junco utilizadas para envolver a los muertos.

Arriaza sospecha que el impulso inicial para momificar pudo deberse a las altas tasas de mortinatos y mortalidad infantil provocadas por envenenamiento por arsénico —los Chinchorro no lo sabían, pero el río Camarones contiene niveles peligrosamente altos de arsénico, filtrado desde roca volcánica, unas 100 veces el límite recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Él sugiere que las madres y padres comenzaron a momificar a sus hijos para conservarlos y mitigar su dolor. “Las madres y los padres pintando a los pequeños, cuidándolos… y entonces la práctica empieza a extenderse”, dijo. Durante más de 3,000 años, los Chinchorro momificaron a sus muertos. Y luego, por razones tan desconocidas como las que iniciaron la costumbre, esta se desvaneció.

Tomé mi auto de alquiler y dejé Arica, girando hacia el sur en la carretera Panamericana. Por aquí, Tierra del Fuego; por allá, Alaska. Un letrero advertía que la próxima gasolinera estaba a 266 kilómetros. Una hora después, llegué a la Pampa del Tamarugal, la planicie elevada del interior del Atacama. Remolinos de polvo ascendían al cielo. De vez en cuando, pasé junto a complejos de barracas de adobe sin techo. Un cementerio se erguía con cruces oxidadas y torcidas. A principios del siglo XX, en este tramo de 320 kilómetros de Chile, en la región de Tarapacá, había más de 100 plantas de procesamiento de nitrato —llamadas oficinas—, desde operaciones caseras hasta otras con auténticas ciudades industriales. Las alternativas sintéticas comenzaron a reemplazar el nitrato natural en los años diez, y en las décadas siguientes, las oficinas fueron abandonadas. La hostilidad natural del desierto a veces parece invitar al descuido o a la destrucción, como si todo estuviera permitido (o quizá fuera invisible) en un lugar tan implacable. Las ruinas de una oficina salitrera, Chacabuco, fueron reutilizadas entre 1973 y 1975 como uno de los mayores campos de concentración de la dictadura, donde llegaron a estar detenidas más de mil personas.

Vallecito, un pequeño valle en las afueras del aislado núcleo turístico de San Pedro de Atacama.

En un tramo recto y plano de 16 kilómetros de la Carretera Panamericana, conté 17 memoriales junto al camino. Están por todas partes en Chile. Algunos son simples cruces. Otros son pequeñas estructuras techadas llamadas animitas. Pueden tener el tamaño de un buzón o de una casita para perros, o ser lo bastante grandes como para albergar sillas de plástico para visitantes. Algunas personas las ven como refugios para almas separadas violentamente de sus cuerpos; otras, como lugares donde los vivos pueden rezar a los muertos para pedirles su intercesión ante lo divino. En las animitas vi veladoras, vírgenes, botellas de cerveza, balones de fútbol, banderas chilenas, flores de plástico, bicicletas, oropel, maquetas de grúas y camiones cisterna, murales pintados. A veces había fotos de gran tamaño de los fallecidos pegadas afuera, sus rostros desvanecidos por el sol hasta quedar en blanco. Pensé que si yo muriera en esa carretera, aplastada por uno de los incontables camiones, mi alma no elegiría quedarse.

Al sur de Iquique —una ciudad de “Star Wars”, con torres de departamentos blancas y relucientes frente al mar y barrios más humildes amontonados al pie de una enorme duna roja—, la carretera se acurruca en el pliegue donde la cordillera costera se encuentra con el mar, y el vacío de arena y roca solo se ve interrumpido por caletas de pescadores y enormes, inescrutables complejos industriales. De vez en cuando, pasaba frente a personas locales estacionadas al costado del camino o en la playa, recolectando algas y cargándolas, en manojos gruesos, negros y fibrosos, en la parte trasera de sus camionetas. Buques cisterna y tráilers merodeaban alrededor de las instalaciones mineras y las plantas energéticas. Cintas transportadoras se adentraban en el océano sobre muelles de acero, vertiendo en los barcos lo que se había extraído del desierto.

Cuando volví hacia el interior del desierto, el aire estaba caliente y tan polvoriento que podía saborearlo. La aridez del terreno solo era interrumpida por las minas. Las lagunas de evaporación de litio parecían gigantescas paletas de sombras de ojos verde y azul: jade, aguamarina y cian, bordeadas de bancos blancos de sal residual que el viento elevaba en penachos. El Atacama ya provee un tercio del litio mundial, y tanto la demanda como la producción siguen en aumento. El litio se usa en baterías para vehículos eléctricos, y un cambio masivo de automóviles de gasolina a eléctricos se considera clave en la lucha contra el cambio climático. Pero la extracción de litio en Chile implica bombear enormes cantidades de agua subterránea desde las profundidades del desierto, lo que podría dañar los ecosistemas. La búsqueda por la descarbonización podría dejar nuevas cicatrices en el Atacama.

San Pedro de Atacama, el núcleo turístico del desierto, es un rincón lleno de actividad humana en medio de la nada. Cada tarde que estuve allí, el viento se levantaba antes del atardecer y se calmaba en cuanto caía la noche. En la quietud, podía oír música de flauta andina que, cerca de la medianoche, se transformaba en electrónica. Como otros pueblos mochileros del mundo, San Pedro está lleno de casas de huéspedes y pizzerías, alegre pero con un toque de comercio competitivo. Tiendas de recuerditos hechas de adobe bordean su calle principal sin pavimentar, tan parecidas entre ellas que es confuso saber cuál es cuál, y venden joyería de cobre y montones de tejidos coloridos, ponchos y gorros con borlas. San Pedro ha sido un asentamiento humano durante tres mil años, rodeado de salares y sostenido por el deshielo de los Andes. A las afueras del pueblo, hay un lugar de espectaculares formaciones rocosas rojizas llamado tanto el Valle de Marte como el Valle de la Muerte. Cuenta la leyenda que un sacerdote belga y arqueólogo local que vivía en el pueblo no lograba distinguir la pronunciación entre “Marte” y muerte.

En San Pedro, la aridez del Atacama es una atracción, algo que se explora si partes desde una base cómoda. Vi publicaciones de Instagram con personas flotando en lagunas turquesa de sal y me pregunté si yo también querría una foto así. Pero los comentarios en las fotos advertían que para llegar hay una hora de camino lleno de baches, llantas ponchadas y señalización incompleta. En cambio, movida por la curiosidad sobre las zonas de gran altitud del Atacama, donde la humedad de la lluvia y la nieve permite cierta habitabilidad para más plantas y animales, manejé hacia la Reserva Nacional Los Flamencos.

Durante un tramo, el paisaje estaba cubierto de un pasto llamado paja brava, pero al superar los 4,500 metros de altitud, todo se volvió rojo, rocoso y reseco. En los miradores panorámicos, algunas camionetas dejaban a turistas vestidos con ropa especial para la ocasión. Pequeños grupos de vicuñas silvestres —camélidos con cuellos de periscopio y rostros amables con pestañas largas que viven por encima de los 3,500 metros— pastaban en la vegetación seca y espinosa. Las vicuñas eran sagradas para los incas, y solo las elegidas Vírgenes del Sol podían tejer con su lana, excepcionalmente suave y aislante, prendas destinadas a la realeza. Hoy, la lana de vicuña es una de las más caras del mundo, y más bien se asocia con las colecciones de casas de moda italianas como Loro Piana. Me detuve en un salar para observar a los flamencos andinos picoteando algas en las aguas poco profundas, el contraste entre sus picos y plumas negras y su suavidad rosada les daba un aire alegre, como elegantes caballeros de otra época en polainas. La luz del sol a esa altitud se sentía destilada, casi embriagante. El dorso de mis manos ardía por su intensidad. La población local de flamencos ha disminuido recientemente, probablemente debido a la reducción del nivel freático que alimenta las lagunas salinas donde estas aves se reproducen y alimentan. Aún no se ha determinado la causa de esta disminución del agua subterránea, aunque los dos sospechosos obvios son la minería de litio y el cambio climático.

En marzo de 2015, lluvias torrenciales en el Atacama provocaron inundaciones y aludes de lodo que mataron a decenas de personas y destruyeron miles de viviendas, captando la atención internacional. Las tormentas también demostraron cuán vulnerables son los habitantes más diminutos del desierto a la lluvia. Cuando se formaron lagunas por escorrentía en el núcleo hiperárido, algunos investigadores españoles y chilenos descubrieron que los microbios del suelo —adaptados a vivir en un entorno árido— perecieron ante la repentina llegada del agua. En agosto de ese mismo año volvió a llover con fuerza, y desde entonces ha habido inundaciones casi todos los años. En Los Ángeles, donde yo vivo, la lluvia puede ser una salvación. Pero la sequedad del Atacama no es un problema temporal que se espera resolverse pronto. La sequedad es su esencia.

Después de las lluvias, los científicos descubrieron que un ecosistema microbiano —al interior de las rocas salinas— logró recuperarse, aunque lentamente. “Esto nos dice que esos ecosistemas son funcionalmente muy resilientes”, afirmó Alfonso Dávila, astrobiólogo de la NASA y uno de los investigadores del estudio. Pero existen límites. La extrema aridez del Atacama significa que los ecosistemas de este lugar, incluso los que no se pueden ver a simple vista, viven al borde de la supervivencia.

Este paisaje que parece de otro mundo atrae a visitantes a Vallecito (arriba) y a los parajes naturales de la cercana Reserva Nacional Los Flamencos.

Cuando llegué al Observatorio Europeo Austral en Paranal, ya sentía la sequedad en el cuerpo. Me molestaba un dolor de cabeza persistente. Los astrónomos allí decían que a veces les picaba la piel; no dormían bien. “A veces pareces una persona de 100 años”, dijo Florian Rodler, un astrónomo de planta de 44 años, originario de Austria. Pero el observatorio, a 130 kilómetros al sur de la ciudad costera de Antofagasta, es uno de los mejores lugares del mundo para observar el universo. Su Very Large Telescope (V.L.T. o Telescopio muy grande) se encuentra a 2,635 metros de altitud sobre una cima que fue aplanada con explosivos, donde la atmósfera es relativamente estable y extraordinariamente seca. Casi el 90 por ciento de las noches son despejadas. Pregunté cuál era el objeto más lejano que ha visto el V.L.T., y Rodler respondió en términos de tiempo más que de espacio: unos cientos de millones de años después del Big Bang, cuando comenzaron a formarse las primeras galaxias.

Todo lo que vemos en el espacio es pasado. “Aquí recolectamos la luz del universo”, me dijo un ingeniero de Paranal. La luz de la luna tarda 1.3 segundos en llegar hasta nosotros. La del sol, unos ocho minutos. La de las estrellas más cercanas, poco más de cuatro años. En el caso de algunas estrellas, vemos la luz que emitieron cuando los Chinchorro hacían sus primeras momias. De galaxias lejanas, la luz que recoge el V.L.T. fue emitida mucho antes de que se formara la Tierra. A solo 20 kilómetros de distancia, sobre otra cima aplanada, el E.S.O. está construyendo un nuevo telescopio, el Extremely Large Telescope (E.L.T. o Telescopio Extremadamente Grande), que se usará, entre otras cosas, para buscar exoplanetas que podrían albergar vida.

Pasé la noche en la residencia para el personal científico, una estructura baja y alargada construida en la ladera de la montaña, justo debajo del V.L.T., que en la película de James Bond “Quantum of Solace” (2008) representa un hotel ecológico boliviano que termina destruido de manera espectacular. Mi habitación era sencilla, con una cama individual y con vista a un paisaje rojo, marciano. El edificio principal tiene una gran cúpula translúcida que deja pasar la luz del día, pero que debe cubrirse por completo durante la noche; por el bien de los telescopios, toda luz debe ser contenida.

De regreso a la residencia, me detuve y miré hacia el arco ondulado de la Vía Láctea. El aire era frío, claro y silencioso. La oscuridad era densa y aterciopelada y, sobre mi cabeza, el universo se alejaba más y más. El reino de los muertos, el reino de las estrellas. Resulta natural querer conectar ambos, trazar un vínculo entre esos dos grandes misterios. El Atacama, con toda su aparente vacuidad, no es un vacío. En cambio, gracias a caprichos de la naturaleza y accidentes de la ingeniería humana, es un puente sobre el mayor de los vacíos. El desierto, en su sequedad, resguarda a los muertos y nos abre el cielo.


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