El actor en la escuela primaria Kagaho. Crédito: cortesía de ACNUR.

Por Alfonso Herrera

Los ojos de Francis han visto la guerra. Me habla en francés, idioma que no domino, pero nos entendemos. Nos comprendemos en el dolor porque, aunque yo no he tenido que huir de casa, intento imaginar lo que significa para él reiniciar la vida más allá de la violencia, intento pensar en el destino incierto de su familia, que no sabe si ha sobrevivido a los enfrentamientos entre fuerzas gubernamentales y milicias locales que se viven en su país, la República Democrática del Congo (RDC).

Ahora su nueva casa está en Nakivale (Uganda), el asentamiento de refugiados más antiguo de África, establecido en 1958 y que abarca entre 180 y 185 kilómetros cuadrados de territorio. Acoge a unos 180,000 refugiados de Sudán, Sudán del Sur, RDC, Chad y Ruanda. Personas que han dejado atrás de manera forzada su certeza, su techo y sus raíces para volver a comenzar. Uganda, además, ha abierto sus puertas a más de 1.8 millones de personas refugiadas, convirtiéndose en el país que más refugiados acoge en el continente.

Me encuentro en una misión a 12,000 kilómetros de mi casa en México, acompañando a ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, y a la Fundación FC Barcelona. Mi trabajo es contar historias, y me han invitado a escuchar las suyas para poder darles voz más allá de su espacio. Visitamos los centros de acogida de Nakivale y Oruchinga, donde llegan los nuevos refugiados y son censados para incorporarse como población de este asentamiento.

Alrededor de 1,500 personas llegaron ese fin de semana. Un techo de lámina sobre cuatro columnas recibe a un grupo de mujeres y otro de hombres que han sido separados para ser registrados. Platico con ellos. Hablamos de futbol y compartimos trivialidades. Entre todas las voces me marca la historia de Francis, que se levanta desde el fondo del grupo de hombres. Se frota las rodillas con las manos, está nervioso, pero a pesar de su miedo quiere hablar. Quiere contarme sobre los peligros a los que ha sobrevivido en su camino hacia Uganda.

Niñas refugiadas en las canchas deportivas de Rubondo. Crédito: cortesía de ACNUR.

No tardo en ver que estaba emocionalmente destrozado. Tal y como lo vi con ACNUR en Ucrania en 2023 y en Honduras y El Salvador en 2020, la guerra, la violencia y la persecución son capaces de destruir no solo edificios, sino también comunidades y personas. Nos parten la vida de manera irreparable. Me doy cuenta de que su historia es solo una de muchas que se entrelazan en este lugar. Cada rostro que veo lleva consigo un relato de sufrimiento y esperanza, un testimonio de la resiliencia humana frente a la adversidad.

Mientras compartimos, se va formando un lazo invisible entre nosotros, un entendimiento que trasciende las barreras del idioma. En este asentamiento, donde el dolor y la esperanza coexisten, cada conversación se convierte en un acto de humanidad que nos recuerda la importancia de escuchar y dar voz a quienes han sido silenciados por la guerra.

A medida que recorro el asentamiento, los niños juegan mientras sus padres trabajan en los cultivos que les proporcionan sustento. Las mujeres se agrupan para compartir, creando una comunidad que, a pesar de las adversidades, se esfuerza por mantener vivas sus tradiciones. En este entorno, la solidaridad puede florecer incluso en los momentos más oscuros.

Con cada conversación, me replanteo mis privilegios. Los palpo en algo tan simple como tomar un vaso de agua: cuando los refugiados tienen posibilidad de beber un poco lo hacen no solo por sed, sino para callar el hambre. La situación es peor de lo que pensamos, tal y como me cuenta uno de los doctores encargados del centro de salud de Nakivale. Me comparte la terrible realidad: “La ayuda humanitaria de uno de los principales aliados ha dejado de llegar y solo tenemos comida hasta mayo”.

Y no es el único lugar donde esto ocurre. Los recortes a la ayuda humanitaria ya han obligado a suspender programas esenciales en todo el mundo, incluida América Latina. Las consecuencias afectan a muchas de los 120 millones de personas desplazadas, con interrupciones en el acceso a medicamentos, refugio, alimentos, agua potable y servicios de protección. Tristemente, algunas vidas se perderán.

Alfonso Herrera conversa con un grupo de refugiados en Nakivale, Uganda. Crédito: cortesía de ACNUR.

Las ironías del mundo: mientras algunas puertas se cierran, Uganda, sin ser una potencia económica, ha establecido una política de brazos abiertos para recibir a la gente que huye de la guerra, ofreciendo territorio y actividades agrícolas para que puedan sobrevivir.

Organizaciones como ACNUR evalúan distintos escenarios viables para sobrellevar los recortes a la ayuda humanitaria. Fondos privados de fundaciones como la del FC Barcelona hacen posible que continúen los programas de ayuda.

La Fundación FC Barcelona ha invitado a profesores de baloncesto y futbol de las comunidades de refugiados a Barcelona para asesorarlos y capacitarlos bajo los lineamientos de la filosofía del club. Para que regresen y compartan con su entorno los principios de la entidad: respeto, humildad, resolución de conflictos, esfuerzo, trabajo en equipo y ambición, herramientas fundamentales para la cancha y para la vida.

En Kampala, Marta Segú, presidenta de la Fundación FC Barcelona, habla con Prince, otro refugiado, y me comparte su historia. Sueña con estudiar Inteligencia Artificial. Dice que los refugiados son oro, porque solo quieren devolver a sus países de acogida lo que les han dado. Quieren trabajar para agradecer la oportunidad de volver a comenzar. Porque solo el que ha atravesado una guerra sabe el dolor de dejar atrás todo lo conocido para abrazar una nueva vida.


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