La fotografía Otherworld, tomada en el Jardín Escultórico Edward James, Las Pozas (San Luis Potosí) recibió durante la 21ª edición de Zona Maco el premio otorgado por la Fundación Erarta por valor de 100,000 dólares (el más grande otorgado por cualquier feria de arte del mundo). Crédito: cortesía del artista.

Por Kira Álvarez Bueno

Desde hace más de una década, Rob Woodcox ha tejido un lenguaje visual propio que oscila entre el surrealismo, la poesía del cuerpo humano y la urgencia política. Sus fotografías —meticulosas, vibrantes y simbólicas— conjugan elementos de la danza, la arquitectura, la naturaleza y la identidad para crear composiciones que invitan a mirar más allá de lo evidente. “Quiero que mis imágenes parezcan sueños que podrían estar sucediendo en la vida real”, declara el artista de origen estadounidense, quien encontró en México un lugar al que llamó hogar tras un viaje a Michoacán para ver de cerca las mariposas monarcas. “Lo primero que me enamoró de México fue cómo la gente te mira a los ojos y te abraza”, señala. 

Woodcox comenzó su carrera fotográfica a los 19 años con una cámara de 35mm, pero desde niño ya creaba universos imaginarios. “Recientemente, encontré uno de mis cuadernos de dibujo y tenía reinos de monstruos y seres fantásticos. Siempre he estado inventando otros mundos”, recuerda. Esa inclinación hacia lo ilusorio encontró un terreno fértil en la fotografía y, más tarde, en el cine.

Sus primeros autorretratos y su experimentación creativa acabaron evolucionando orgánicamente hacia un surrealismo pictórico distintivo. “No creo que nadie se proponga ser artista y diga ‘este es mi estilo’. Lo vas descubriendo. Por otro lado, nunca quise pedirle a la gente que hiciera algo que yo no haría. Por eso empecé con los autorretratos, incluso en agua helada o glaciares”, continúa Woodcox, quien ha colaborado en el pasado con compañías como Apple o el Royal Ballet de Londres.

Sin embargo, su obra va mucho más allá de lo estético. Woodcox ha dedicado su práctica a visibilizar temas como la justicia climática, la identidad queer, la igualdad racial y la diversidad corporal. “El arte visual tiene el poder de hacer que la gente vea más allá de su realidad”, explica un artista que reconoce influencias de Leonora Carrington, Pina Bausch, Salvador Dalí, Eugenio Recuenco, Tim Walker y Richard Avedon.

Una de sus más recientes series fotográficas, realizada en el espacio cultural General Prim, en la Ciudad de México, toma como eje visual una imagen poderosa: decenas de mujeres con pañuelos morados, símbolo del feminismo, dispuestas en el piso como si brotaran de un útero común. Una oda a lo maternal, a la comunidad y a la resistencia femenina. “Queríamos crear una alegoría en la cual todas ellas fueran hijas de una figura materna pintada en un mural del edificio. Esa sangre simbólica que las une se convierte en río, en cascada, en un todo,” expone desde el otro lado del teléfono.

Sobre la logística del proyecto, revela: “Antes de iniciar tuvimos una meditación guiada con ejercicios de respiración. Preparamos pan casero y cerramos el set al público. Todo estaba pensado para que se sintieran seguras y presentes. Muchas me dijeron que era la primera vez que se desnudaban frente a una cámara y que jamás se habían sentido tan libres, tan poderosas.” En la obra de Woodcox, el cuerpo desnudo es símbolo de verdad, libertad y resistencia. “Para mí, retratar cuerpos sin ropa es una forma de quitar capas y máscaras. La desnudez es el acto más honesto de reconexión con lo esencial”, afirma.

La sesión en General Prim (Ciudad de México), ideada junto a la creativa francesa Marie Tiburi, se pensó para conmemorar el 8 de marzo. Crédito: cortesía del artista.

Una perspectiva que está estrechamente vinculada con la diversidad de cuerpos que aparecen en sus imágenes. “No puedes retratar a la humanidad sin incluir todos los tipos de cuerpos, pieles, edades, géneros o capacidades. Ser artista implica la responsabilidad de reflejar el mundo real. Y ese mundo real es amplio, complejo, hermoso y diverso,” explica. Esa misma pluralidad la ha encontrado también en Colombia, país de origen de su pareja. Sus experiencias allí han moldeado su mirada: “Conocí a la comunidad indígena Nasa en las montañas, y también he colaborado con mujeres afrodescendientes en el Pacífico colombiano. Son historias potentes de identidad y conexión con la tierra.”

Su estilo, que con frecuencia involucra bailarines suspendidos entre la arquitectura y el paisaje (como un delicado balance entre lo humano y lo espiritual) le ha valido el reconocimiento internacional. Este año, ganó el Premio del Público de Zona Maco con la obra Otherworld. El premio llega justo cuando Woodcox desarrolla su próximo gran proyecto: un largometraje que combinará el género documental con su característico estilo visual para contar historias de comunidades indígenas que ya están implementando soluciones contra la crisis climática. “La sabiduría indígena nos salvará si nos tomamos el tiempo de escuchar. Quiero mostrar que las respuestas ya existen. Solo tenemos que dejar de ignorarlas”, confiesa.

Woodcox vive con la convicción de que el arte puede cambiar el mundo desde la sutileza del asombro. Su obra está profundamente anclada en un activismo metafórico pero constante. “El arte visual tiene la capacidad de recordarnos lo que olvidamos. Nos ayuda a ver más allá de nuestra realidad inmediata. Puede despertar conciencia, sin necesidad de sermonear”, exterioriza. “Quiero inspirar esperanza. No quiero mostrar el dolor de forma literal, sino de imaginar lo que podríamos ser. Y en esa imaginación, tal vez, comenzar a transformarlo todo”.  Su práctica está anclada en un proceso interno, casi espiritual.

Antes de cualquier sesión, Woodcox medita, escribe en su libreta y visualiza. “Cada imagen comienza con una emoción. Puedo ver la foto meses antes de tomarla. La tengo tan clara que siento que necesito sacarla de mi mente”, señala. Porque Woodcox no solo documenta el mundo, lo reinventa. Y lo hace con la firme convicción de que el arte, cuando nace del amor y la empatía, puede ser una herramienta de transformación radical. “Esto siempre ha sido el sueño: no solo crear arte, sino usarlo para conectar, para sanar, para construir comunidad”.


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