La gran desaparición es el título de la nueva novela del periodista León Krauze, en la imagen en su casa de Miami.



Por León Krauze

Buenas noticias: los grandes museos de arte del mundo gozan de buena salud. En 2023, los 100 museos más importantes recibieron 175 millones de personas, un aumento de casi el 20 por ciento respecto a 2022. El desafío, sin embargo, radica en la naturaleza de esa presencia. La verdadera pregunta es qué tan presentes están realmente esos millones de visitantes en el Museo del Prado, en el MUNAL de Ciudad de México, en el Metropolitan de Nueva York o en el Louvre. Y ahí, intuyo, las noticias no son tan alentadoras. 


Hace algunos años viví una escena que me dejó una fuerte impresión. Una mañana de verano de 2018, llevé a mis hijos pequeños a ver la Mona Lisa de Leonardo da Vinci. A la izquierda de la pintura, un guardia de seguridad del museo la vigilaba. Para mi sorpresa, su trabajo no se limitaba a evitar que alguien cruzara la barandilla de madera que separa el cuadro de los visitantes. Cada vez que alguien se acercaba lo suficiente, demasiados turistas sacaban de inmediato sus dispositivos electrónicos para capturar una imagen. Peor aún: muchos le daban la espalda a la pintura para tomarse una selfie. El guardia, obligado a presenciar esto una y otra vez, había perdido la paciencia. Trataba de pedir a la gente que bajara los brazos y apagara el celular. En su rostro se veía exasperación, pero también un rasgo de tristeza, como si sintiera que estaba presenciando una traición a la belleza del arte que custodiaba.


Aquella escena me impactó tanto que se convirtió en el punto de partida de mi novela La gran desaparición, en la que me pregunto qué pasaría si los personajes de los cuadros más famosos del mundo desaparecieran. ¿Perderíamos algo? Mucho más de lo que pensamos. En su intento por captar la atención del público, los empresarios del arte han ideado estrategias innovadoras. Las exposiciones inmersivas han tenido un éxito rotundo. Pero la solución no está en el entretenimiento. Tampoco en ceder ante el turismo de Instagram. El desafío es aprovechar el enorme flujo de visitantes para reivindicar la presencia real frente al arte. 


En el fondo, aquel guardia del Louvre tenía razón. No hay sustituto para la contemplación directa de una obra de arte. Estar frente a un Caravaggio o un Rembrandt es una experiencia que no se puede reducir a una postal ni a una pantalla. Hay que estar ahí. Realmente estar ahí. Porque lo cierto es que, cuando uno realmente está ahí, ocurre algo mágico. De pronto, la obra de arte abre sus puertas. Si uno presta suficiente atención, puede escuchar la voz del artista que nos habla desde el lienzo o el mármol. Cuando eso sucede, el arte nos regala una máquina del tiempo y una invitación al alma misma del creador. Es un acto de comunión, nada menos. Para eso, hay que guardar el celular.


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